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Mostrando entradas de octubre, 2014

El Charco Eterno (El Camarote Ediciones, 2009)

"No huyas de nada. Pero no hagas nada". PROVERBIO RUSO Rodríguez Reis, Diego El charco eterno – 1a ed. – Viedma : El Camarote Ediciones, 2009. 72 p. ; 15x22 cm. ISBN: 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863 A Paula, que me regaló la idea de este libro. Las quejas: a diegorodriguezreis@gmail.com Las tres gracias: a Alicia, por su invalorable soporte espiritual;  a María Inés, por todos estos años de amistad inquebrantable;  a Cecilia, por su paciencia y dulzura infinitas conmigo. © Diego Rodríguez Reis, 2009 © El Camarote Ediciones, 2009 Honduras 433 – 02920–428451 (8500) Viedma, Río Negro, República Argentina www.elcamarote.com.ar info@elcamarote.com.ar Diseño de tapa e internas: Ignacio J. Artola Foto de solapa: Cecilia Fresco Foto de contratapa: Shelby Veuthey Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723 ISBN: 978-987-24018-4-9 Impreso en el mes de diciembre de 2009. Queda prohibida la reproducción total

Kyrie

           Acaso las cosas no ocurrieron precisamente de la manera en que voy a relatarlas, aunque es lícito sospechar que (más inconsecuentes, con un poco menos de ilación) ocurrieron sustancialmente así. Todo comenzó un martes a la mañana. En realidad, no se si “todo”, y tampoco se si “comenzó”, pero estoy seguro de que era un martes. Yo iba en mi bicicleta hacia el trabajo. Soy un maquinista, trabajo en una fábrica y soy uno más del montón. Mi jefe no conoce mi nombre, ni siquiera sabe que existo, pero si yo llegara veinte minutos tarde, al día siguiente estaría en la calle, irremisiblemente. Mi trabajo se reduce a accionar un máquina que sella herméticamente cajas de duraznos que van a parar al extranjero. Yo estibo la caja hasta la plataforma, la dispongo correctamente, acciono una palanca-pedal y la máquina hace el resto. Y eso, esa operación, ocurre unas dos mil novecientas veces al día. A primera vista, puede parecer algo sencillo, pero es una labor que también tiene su s

Credo

Estaba lloviendo. Viajaba con toda mi familia en el coche, hacia el sur. No era una lluvia fuerte, pero sí atípica. Mi esposa y mis dos hijos parecían dispuestos a no permanecer callados un solo instante. Y la lluvia era como un boomerang: iba y venía; en un determinado instante desaparecía y, de repente, volvía a caer como un baldazo justo sobre el parabrisas. Íbamos para el lado de Cabo Esperanza, a visitar a la hermana de mi mujer, que trabajaba como maestra rural en un proyecto de pueblo tan remoto que ni siquiera nombre tenía. Nominalmente, esas iban a ser nuestras vacaciones de invierno. Era pleno julio, un sábado, a las seis de la tarde, lo recuerdo perfectamente. Estábamos como a mitad de camino. Entonces, divisamos una población. Aunque en ese caso, decir “población” sería un eufemismo: en realidad, eran cuatro casas locas nomás. El tanque del coche no estaba vacío, pero en esos parajes de Dios quién sabe cuánto puede andar uno sin ver un mínimo rastro de civilización. Adem

Sin Título

Sentado en el café mira hacia la calle. El humo del cigarrillo, que lo circunda, el gesto inmóvil, la actitud pensativa, el aparente estatismo, lo asemejan a un cuadro impresionista. Y como detrás suyo, en la pared, cuelgan reproducciones de Monet, Renoir y Cézanne, es como si se hubiera escapado de uno de esos cuadros. Es un cuadro viviente. Toma el café con displicencia. Mira y piensa. Allá en la vereda de enfrente, hay un gitanas diciéndoles la buenaventura a los ocasionales transeúntes. Pero casi nadie se detiene, ni siquiera les prestan atención. Es como si, en realidad, no estuviesen allí. Las gitanas han ido perdiendo credibilidad con el correr de los ciclos. Sus predicciones abstractas has sido destronadas, reemplazadas, borradas. De repente y como atendiendo a una señal secreta y silenciosa, se levantan todas a un tiempo y se marchan. ¿A dónde irán? ¿Dónde vivirán?, se pregunta. Son las ocho de la mañana. La ciudad despierta. Sentado, reclinado levemente sobre la mesa,

El Pasajero

“Rispuose: ‘Vedi che sonno un che piango’”. Inferno, VIII,36. En ese tiempo, yo estaba viviendo con mi abuela, porque mi madre había conseguido trabajo en Neuquén. En un comedor, creo. Según dijo, vendría a visitarnos cada quince días. Mi abuela vivía en otro barrio, en la otra punta de la ciudad, así que yo tenía que ir y volver a la escuela en colectivo. Cada viaje duraba como una hora. Y para mí, una hora era (y sigue siendo) una eternidad. Yo estaba en cuarto grado. Mis amigos vivían todos en el mismo barrio, en mi barrio. Después de la escuela, tomábamos la leche, pedíamos permiso para salir y ya no volvíamos hasta la noche. Pero el barrio de mi abuela era aburridísimo, era una colección de catacumbas. No se escuchaba jamás un grito, ni el bullicio típico de chicos jugando. Nada. Descubrí horrorizado que era un barrio de viejos. Entonces, cada viaje de vuelta en colectivo era como caminar al cadalso. En ese colectivo, yo no conocía a nadie. Había cinco o seis chicos,