Ir al contenido principal

Virginia en Once

Mañana pálida de marzo, para mitigar, para cubrir, para ocultar, para amortajar. Saliste a caminar. Llovía. La escena era conmovedora y clásica. Avanzabas lenta, distraída, densa. La lluvia caía con fuerza titánica, rebotaba contra el pavimento y volvía a llover desde abajo. Te dejaste llevar, pensando casi en nada. Miraste.
    Pocas personas, aquí y allá, surgían y desaparecían, se aventuraban a la intemperie y se amparaban en los rincones. La lluvia los borroneaba, se los llevaba y volvía a traértelos. Vos mirabas, entre curiosa e indiferente. Todos te atraían en algún sentido.
Un canillita voceaba su periódico en algún lugar. Solamente lo escuchaste. De repente, sentiste que el obsesivo viento del otoño estaba jugando con vos. Entonces lo ignoraste. Abandonaste los sonidos y te dejaste llenar por las imágenes. Pero todo estaba inmóvil, todo era fantasma.
Sacaste un cigarrillo de algún lugar y lo encendiste. Pero la lluvia enemiga la apagó, lo inundó, lo destruyó. No te importó. Escupiste los restos en tu mano, amasaste un pequeño bollo y luego te lo llevaste a la boca. Todo junto, papel, agua y tabaco. Con los años, con la acumulación agresiva del tiempo, habías aprendido a aceptar ciertas cosas. Algunas con fe, otras con resignación. Masticaste con alegría.
Llegaste a la estación. “Constitución”, decía un cartel, pero a través del agua te fue perfectamente imposible descifrar los signos que componían esa palabra. Abrumada, pensaste, descubriste que todo era símbolo, todo era otra cosa. Las caras no eran caras de hombre ni caras de mujer. Las caras eran máscaras. Estabas harta.
Parada, esperaste una porción indefinida de tiempo. En ese limbo, soñaste con hermosa vaguedad: animaste tu mente y mensuraste tu alma, rememoraste tu vida y reviviste tu muerte, recordaste unas cosas y olvidaste otras.
El tren llegó armando un escándalo. Pero nadie se alarmó. Dijiste en tu interior: “Algunas sensibilidades han desaparecido, otras están en extinción. ¿Habrá alguna nueva, gestándose, naciendo, en compensación?”. Se detuvo, por fin, enfrente tuyo, invitándote, incitándote. No pensaste. Subiste, simplemente. Romántica y metódica, te sentaste junto a la ventanilla.
Las casas, las calles, las plazas, comenzaron a moverse, a desfilar ante tus ojos. “Estoy viajando”, te murmuraste. El mundo era un caleidoscopio. El tiempo comenzó a despegarse del espacio. Sentiste que numerosos mundos estaban confluyendo en ese instante. Esos mundos a veces se superponían, se compartían, se rozaban casi, pero nunca se tocaban verdadera, completamente. Con tristeza, pensaste: “El universo de los objetos y el universo de los hombres son incongruentes entre sí”.
Entonces, todo comenzó a correr cada vez más rápido, cada vez menos nítido, hasta convertirse en un manchón incoloro, uniforme. En algún momento de la secuencia, el caleidoscopio se había roto. Te sentiste súbitamente mareada.
Soñaste, tal vez dormiste. Despertaste con el estómago revuelto y con las piernas contracturadas. Entonces el tren se detuvo, drástico, como si lo hubiese fulminado un enorme disparo. Al borde de la náusea, te abriste paso entre los demás pasajeros y bajaste. Te devolviste a la tierra como un tributo y ella te acogió en su espalda de vieja bestia bondadosa. De pronto, imaginaste que existía entre ustedes una antigua y rara alianza.

Arriba, el sol se abría paso, lerdo entre las nubes. Respiraste abiertamente. El aire te sorprendió. Tenía allí otro olor, otra textura, otra consistencia. Era nuevo, esencialmente distinto. Colgaste un cigarrillo en tus labios. Un desconocido te ofreció fuego. Agradeciste y, fumando, emprendiste tu camino. Un camino ancho y desordenado. Ibas con paso delicado, triunfal. El año es lo que menos importa. Era un martes.   

Comentarios

Entradas populares de este blog

Escala 2:100

“ An angry man, that is my subject” Ilíada, I, 1 Traducción de W.H.D. Rouse Cada palada, una herida en el vientre del río profundo, anchuroso. Con violencia medida, con una furia tranquila, el hombre contenido en el bote, avanzando en la tarde noche. El sol cayendo lerdo, anguloso. Al fin, la otra orilla. Los pies en el barro, arrastrar el bote unos metros tierra adentro. Los perros conocidos que se acercan a olisquearle los pantalones, las alpargatas. La casa allá arriba, al lado de un sauce viejo. Sale el otro, mate en mano, la otra mano a la cintura. -Cayó piedra sin llover. Le pega una chupada al amargo, cebado en un pomelo cortado a la mitad. -Lisandro- lo nombra el recién llegado. -Orestes- dice el otro. Se quedan parados, como midiéndose, unos minutos. El dueño de casa silba algo y se detiene enseguida, una melodía irreconocible, acaso inexistente. El visitante comienza a armarse un cigarro, como sin apuro. -Pero no te quedés ahí parado. Pasá, chamigo...

El Infiernísimo

Salmos, CXXXIX, 8. La foto De izquierda a derecha. Parados: Pablo Briones (mejor conocido como “el Loco Canción” ), el Carucha (orejón, los ojos siempre entrecerrados), los mellizos Juan y Santiago Del Pozo, el chileno Harold (que le decían “Chileno” , por la tonada, se había criado en Mendoza), Facundo Parra, Matías Montenegro (el “Rulo” ), el “Nene” Sapienza, Hugo Miranda y yo (el único con saco y anteojos negros, claro). Sentados: Hernán Paillalef, Lalo Briones (primo de Pablo), Juan Pannunzio (el “Pibe Palangana” ), Samuel Santana, el Juanca Di Lorenzo con su hijo de siete años (idénticos, calcados), el “Chita” Martínez y Manuel Tadeo Jiménez. Todos estos nombres están más o menos cambiados, más o menos inventados (menos los apodos). Mejor así, para que no estorben. Para que no me ganen la bronca o la tristeza, para que haya una distancia entre esas personas y yo ahora, al hablar de ellos y de esos tiempos. La llegada Llegué a Cabo Esperanza en pleno ver...

Un Mundo de Escritores

Soy escritor. Pienso que ser escritor es, primerísima e insoslayablemente, pensar como escritor, subordinarse una y otra vez a la ardua labor de ser escritor, mirar la vida veinticuatro horas al día con ojos de escritor. Soy escritor y tengo un dilema. Un dilema de orden epistemológico, llamémoslo así. La vida se me presenta indistintamente con rostros trágicos o cómicos, a veces funde ambos en un solo híbrido horroroso, y otras (cada vez las más comunes) me enseña los hechos llanos, desprovistos de rostro alguno, como invitándome, incitándome a estamparle alguno yo mismo. Veo la vida como una colección de escenas sueltas, exentas de argumento. Como una película casi muda, de actores impávidos, una película a la cual hay que agregarle una música de fondo arbitrariamente adecuada. Y no hay preludios ni epílogos. Todo es urgente, todo es acto. Por caso, esta mañana salgo de casa y voy hasta la terminal del colectivo. A propósito, es necesario aclarar que ya está construida la nuev...