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El Infiernísimo

Salmos, CXXXIX, 8.

La foto

De izquierda a derecha. Parados: Pablo Briones (mejor conocido como “el Loco Canción”), el Carucha (orejón, los ojos siempre entrecerrados), los mellizos Juan y Santiago Del Pozo, el chileno Harold (que le decían “Chileno”, por la tonada, se había criado en Mendoza), Facundo Parra, Matías Montenegro (el “Rulo”), el “Nene” Sapienza, Hugo Miranda y yo (el único con saco y anteojos negros, claro). Sentados: Hernán Paillalef, Lalo Briones (primo de Pablo), Juan Pannunzio (el “Pibe Palangana”), Samuel Santana, el Juanca Di Lorenzo con su hijo de siete años (idénticos, calcados), el “Chita” Martínez y Manuel Tadeo Jiménez.
Todos estos nombres están más o menos cambiados, más o menos inventados (menos los apodos). Mejor así, para que no estorben.
Para que no me ganen la bronca o la tristeza, para que haya una distancia entre esas personas y yo ahora, al hablar de ellos y de esos tiempos.


La llegada

Llegué a Cabo Esperanza en pleno verano, un 23 de febrero. Hacían 47 grados a la sombra. Esperanza era el África.
Me recibió un chango orejón y casi sin cuello que se presentó como Marcelo: “El Carucha, bah”, se rectificó. Luego, sabría que era llamado por todos los apelativos derivados de ese apodo: Cara, Carita, Caripela, Trucha. De todas esas variaciones, elegí esta última, quizá porque la escuché una sólo una vez y en boca de una mujer que aparecía de vez en cuando por el Club (“la hermana”, decían sonriendo sospechosos los pibes).
No me presenté, no hacía falta. Yo era el que era y se suponía que en todo el pueblo ya lo sabían. Le alcancé mi bolso y, ya con las manos libres, me prendí un pucho.
-Mierda que hace calor- largué con un suspiro.
Me miró con esa casi sonrisa suya y ese brillo en los ojos que después se me iba a volver tan odioso. Me dijo:
-Mejor se me va acostumbrando, jefe.


La leyenda

El “Rengo” Rodrigues y las versiones que circulaban acerca de:
-su origen,
-su renguera,
-su fortuna,
-sus hijos,
-su club.

O, mejor ordenados, así:
-su origen/ sus hijos,
-su fortuna/ su club.

Queda la renguera: lo volteó un redomón; tuvo un ataque y se le murió medio cuerpo; progresivamente recobró el control de todo menos de parte de la pierna izquierda.

Sobre su fortuna. La versión vox populi (y vox dei, claro) se reduce a un solo y sonoro elemento: el juego.
De cómo se convirtió “de la noche a la mañana” (literalmente hablando) en dueño del “Deportivo Panacea”, la versión más aceptada es la de que se lo ganó al turco Medina (nieto del fundador del club) en un truco mano a mano, con una falta envido ganada con 23 (contra las 22 del turco).
Varios testigos (entre ellos, el “zurdo” Gracián López, comisario del pueblo) y la fuerza pública (encarnada en este mismo individuo) formalizaron prácticamente in situ el traspaso de manos del club.
Que nada podía saber de fútbol ese hombre, era cosa por todos conocida. Pero fue unánimemente aceptado, como fue aceptado desde siempre cada movimiento de tablas de ellos, los notables, los bien apellidados de Esperanza.
El “Rengo” Rodrigues tenía todo (nobleza, notabilidad, apellido). Menos el dinero, lo que al turco Medina le sobraba.


El club

El “Deportivo Panacea” contaba (por toda instalación deportiva) con un estadio de mil quinientos metros cuadrados, el “Martiniano Habad Medina”, nombre de su fundador. Fuera de eso, en los papeles, nada. Aunque todo el mundo sabía que el bar de Lucio Jiménez (padre de Manuel Tadeo Jiménez, el capitán del equipo) hacía las veces de buffette y a veces de vestuario. Las concentraciones eran en la trastienda, donde también se llevaban a cabo las juergas del “Rengo” Rodrigues, que solían durar hasta tres, cinco días.
Lucio Jiménez era un tipo tranquilo, sabedor de las leyes, escritas o nó.


Mi nuestro primer gol

Dice el suplemento deportivo del “Heraldo” de Cabo Esperanza del día lunes 7 de Marzo de 1983: “Los que aún albergaban cierta fe de que con la llegada de un nuevo director técnico (que, pese a sus últimas campañas fallidas con diversos clubes del conurbano y del interior, ostenta un nombre lustroso) las cosas cambiaran, tuvieron que guardar esa fe para otros tiempos y volver a refugiarse en la resignación, la conformidad. La parcialidad panaceica, que ayer domingo llenó una vez más el estadio “Martiniano Habad Medina” vio cómo su equipo (diezmado desde la migración del último de sus jugadores estrella y emblema del equipo, José Luis “el Pardo” Pereyra) apenas lograba empatar con un agónico gol de cabeza en tiempo de descuento de Juan Pannunzio (mejor conocido como “el Pibe Palangana”).
Este punto, arañado, rescatado de la nada, más por distracciones ajenas que por virtudes propias, podrá esperanzar a algunos ilusos, a los ingenuos que se dejarán convencer por la verborragia del nuevo entrenador y la vocinglería del avenido presidente del club. La realidad (lejos de esas apariencias) es que el funcionamiento del equipo deja mucho que desear: la zaga central hace agua con las pelotas cruzadas, los carrileros van pero tardan en volver o directamente no vuelven, el medio es tierra de nadie (el “Nene” Sapienza ya no es el de antes, se lo ve lento, llega tarde), los delanteros atacan desordenados (todos por afuera o todos por adentro).
En suma, el flamante entrenador del “Panacea” deberá hacer algo más que floridos discursos para que este remedo de equipo salga adelante. Debemos recordar que se deberán completar al menos 24 puntos para no quedar en zona de descenso directo. Se vio fuerza, entrega, empeño y la consabida cuota de suerte que permitió el empate y “un punto es un punto” (aunque sea de local y en estas condiciones).
Pero los amantes del orden y del buen juego seguimos esperando tiempos mejores”.


El equipo

Lo primero que hice fue subirlo al “Nene” Sapienza, sacarlo del mediocampo. Es cierto, estaba lento. Su velocidad iba en desmedro de su experiencia: la intuición le decía dónde tenía que pararse, dónde iba a armarse el juego, pero si fallaba, no le daban las piernas para recuperarse. Lo puse de enganche, sin mayores obligaciones de marca. Para correr, los tenía a los pibes.
Esto me significó mover al resto del equipo. De nueve neto lo puse al pibe Pannunzio (que le decían “Pibe Palangana”, nunca supe por qué). Y de doble cinco, los mellizos Del Pozo. Uno la fuerza, el otro la precisión: los dos me hacían un Sapienza en sus mejores tiempos. De capitán lo dejé a Tadeo Jiménez, mejor era no meter mano ahí. El resto se fue acomodando, cada uno estaba bien donde estaba.
Una vuelta, después de un fulbito en un entrenamiento, viene el “Nene” Sapienza.
-Estuvo bien, Jefe- me dice. Era un tipo recio, serio, de los de antes.
Con los mellizos fue más difícil. Al tiempito nomás, cae la madre, pidiéndome que ponga sus dos hijos adelante, uno por derecha y el otro por izquierda. “Los delanteros hacen más goles, los goles valen plata, los delanteros ganan más plata”, me dijo, flor de silogismo.
Pasa que cómo explicarle a la vieja que lo incorrecto era la primer premisa, que los delanteros hacían goles, sí, cosa que ninguno de sus dos hijos lograría hacer dentro de ningún esquema de razonamiento, nunca, ni al arco iris.
El equipo, de memoria, quedó así: Briones; Martínez, Jiménez, Di Lorenzo, Montenegro; Del Pozo, Del Pozo, Santana; Sapienza; Harold y Pannunzio.

Otra cosa: todos en el Club habían nacido en Esperanza, menos el Carucha.


La temporada

Después de los cambios las cosas empezaron a andar mejor. La defensa estaba firme, los laterales se proyectaban. Los mellizos Del Pozo eran dueños absolutos del mediocampo. El “Nene” Sapienza estaba bien de enganche, jugaba y hacía jugar. Y el pibe Pannuzio la rompía, la descosía: estaba para otras cosas, grandes cosas.
A mediados de año y terminada la primera ronda, íbamos terceros en nuestra zona. No sólo ya habíamos sacado al equipo del descenso directo sino que lo metimos en la pelea de los de arriba. La gente estaba loca, enloquecida. Los mismos diarios que antes nos condenaban, ahora nos sacralizaban. Yo, que sé lo que es estar bien arriba y después en lo mejor ver cómo te venís abajo, los dejaba hacer.
Lo importante era no romper la racha. Seguir ganando (o al menos, no perder mal), salir campeones y después ver si algún club más o menos grande se acordaba de mí. Y llevármelo al pibe Pannunzio, claro. El campeonato era el boleto de entrada. Pannunzio era la garantía por un año o dos.
Salir terceros en nuestra zona significaba clasificar directamente a la segunda ronda, sin repechaje. Ahí era todos contra todos y el que hacía más puntos ganaba. El argumento de ese sistema era que no habría una final propiamente dicha, con todo lo que eso conllevaría (enfrentamientos, tumultos, grescas, operativos policiales). El posterior desarrollo del torneo demostró la falacia, la inutilidad del sistema.
Llegamos al último partido, a fin de año, un punto abajo del “Ganges FC”, que iba puntero. No había partido desempate y ellos tenían más goles y mejor diferencia de gol.
Era ganar o ganar.


El día de la tradición más triste

El jueves 10 de noviembre, feriado, me fui a verlo al Rengo. Yo esperaba encontrármelo con sus amigos en el Club, en su oficina, despacho o como se llame ese su lugar, tomándose algún whisky carísimo y fumándose algo importado. Para mí era una suerte de playboy de pueblo aburrido, que presidía un Club como el nene que inspecciona las posibilidades de un juguete nuevo. Las comidas en la Sociedad de Fomento, sus obscenas mesas de póker, esas putas cuyos servicios valdrían lo equivalente a un sueldo.
Nada de eso.
-Debe de estar en lo de Jiménez- me dijeron.
Allá me fui. Me lo encontré solo, en una pieza del fondo. “Pase”, dijo una voz lenta, lustrosa. Estaba ahí, las persianas bajas, los pies sobre la mesa. Sin tomar nada, sin fumar nada, ahí nomás.
-Cómo dice que le va, maestro.
No supe si había o nó algo de ironía en el tono. Le respondí con una mueca.
-Qué le anda pasando, amigo.
Amigo, Jefe, Maestro, Señor, todos los vocativos posibles menos mi nombre, qué raro eso.
Me quedé pensando en eso. No me dio tiempo a responder.
-Pero qué descortesía la mía, che- se enderezó-. Siéntese nomás, quiere tomar algo.
No fue una pregunta, no respondí. Me senté. Él, parsimonioso o pachorriento, se levantó. Me alcanzó un vaso, lo llenó y después llenó uno para él. Ni amagó a subir las persianas. Hablamos así, en la penumbra.
-Mire, Rodrigues- lo quería ir llevando de a poco- vine a verlo para hablar de la final, que es ahora en diez días.
-La final, sí- pegó un trago. Se metió la mano al bolsillo de la camisa y sacó un atado de Imparciales. Se prendió uno. Yo me prendí uno de los míos, sin darle tiempo a que me convide.
-Digo, ahora el domingo jugamos la final y hacen falta algunas cosas.
-Cosas, sí- él quería que yo dijera todo.
-Cosas, sí- repetí.
Hizo un gesto de infinito cansancio.
-Qué cosas.
-Cosas. Para los jugadores, para el equipo, para el Club.
Se puso serio. Hizo una pausa demasiado larga, a propósito.
-Usted maneje el equipo- dijo, al fin-. Del Club me encargo yo- y completó-: Los jugadores que se encarguen solitos de ellos mismos.
Me quedé duro, ahí fumando, mirándolo. Sonrió, insólito.
-Aparte no hay plata, che- se le iluminó la cara con la sonrisa-. Mire con la ropa que ando, mire lo que es todo esto- hizo un amplio ademán.
Yo ya no sabía si estaba delante de un magnate, un buscavidas o un impostor. Todo eso. Yo, que venía a sacarle plata, contactos, información, algo, me quedé pensando, no sabía qué decir.
Él lo supo, casi al instante.
-Vea Sobarzo, usted cumpla su papel y yo el mío –le pegó una larga pitada al pucho-: De eso se trata, al final…
Y fue aplastando el pucho despacito contra la mesa.
Qué negocios llevaba detrás del fútbol (yo, un tipo vivido, con experiencia, no los veía, ni la sombra de eso), qué plata sostenía el equipo, adónde carajo iba el aporte de la Federación. Pero (estaba clarito) de él no iba sacar nada.
Lo saludé en silencio con un movimiento de cabeza que él devolvió, con los ojos ya entrecerrados.
Eran como las tres, había ese sol fulminante, cegador de Esperanza, y yo con un gusto amargo, premonitorio en la boca.


La final el fin

Después de eso, la debacle, claro, qué más. Qué fuerza, qué fe te va a sostener cuando te sentís así, en el aire, cuando no sabés que suelo estás pisando.
Yo era el guía ciego de un rebaño de ciegos. Ellos si se dieron cuenta no sé.
Llegamos al último partido (el domingo 20 de noviembre de 1983) con un par de bajas: el “Chita” Martínez con una distensión en un aductor, no llegó y lo cambié por un pibe de la reserva; el “Rulo” Montenegro, rotura de ligamentos cruzados, afuera por lo menos por tres meses; y el pibe Pannunzio (justo el pibe Pannunzio) con el tobillo izquierdo inflamado. Parecía una pavada, pero los días pasaban y no mejoraba. El viernes, antes de la concentración, lo tenía a la miseria. Hubo que infiltrarlo, no quedaba otra.
Ese domingo, esa tarde, fue directamente meterse en un horno. Hasta entonces, habíamos estado apenas en los arrabales del calor. A las cuatro y media, el partido no empezaba. Los jugadores, la gente, los perros, los pájaros, todos nos derretíamos minuto a minuto. El árbitro dio el pitazo y arrancamos.
Los primeros veinte minutos íbamos bien. El “Nene” Sapienza jugaba, paraba la pelota, la distribuía, dispensaba tranquilidad al equipo. Los apretábamos. No bajábamos de tres cuartos de cancha. Un pelotazo del chileno Harold pasó besando el travesaño. Y yo me daba el lujo de tenerlo al pibe Panunzio en el banco, por si las papas quemaban.
Pero el caldo se fue poniendo espeso. Ellos sabían que, jugando, nosotros éramos mejores. Fueron ensuciando el partido. El “Nene” se comió una mano fea, le quedó el ojo hecho un muñón; a uno de los mellizos Del Pozo (no sé a cuál) lo bajaron sin pelota, quedó afuera un rato largo recuperando el aire. El árbitro los dejaba hacer, lo más tranquilo.
Terminamos el primer tiempo contra nuestro propio arco, revoleando la pelota lo más lejos posible.
Y el calor no aflojaba. Aquello sólo podía empeorar, los jugadores parecían entregados. Lo miré al pibe Panunzio. “Andá calentando”, le dije, “que entrás en el segundo”.
Dí un par de instrucciones vagas a los demás (“no rifen la pelota”, “abran la cancha”, cosas de cajón). Al pibe, una mano en el hombro, bajito, le dije otra cosa, pero del mismo orden: “Hacé lo que sabés, nene. Descoséla”.
Me prendí un pucho, el millonésimo. El árbitro ya estaba en la mitad del campo. Los otros iban entrando. Los nuestros igual. Entonces, lo veo al Carucha que se le va acercando al pibe Panunzio. Le dice algo, lo arenga y después, antes de volver al banco con su sonrisita intrigante, se besa la palma de la mano y le palmea (con esa misma mano) la pierna izquierda, la infiltrada.
Ahí fue cuando entendí, intuí el final. Y no hice nada para detenerlo, qué iba a hacer.
A la primera nó, a la segunda pelota que tocó el pibe Panunzio, vino uno, lo enganchó y le llevó puesta la pierna izquierda, con tobillo y todo. Lo sacaron revolcándose del dolor, se lo llevaron así nomás al hospital. Al otro lo echaron, sí, pero no era parejo: ellos perdieron un jugador, nosotros la última esperanza.
Yo ya no miré el partido, ya sabía cómo iba a terminar todo. Me dediqué a terminar prolijamente el atado de cigarrillos, metiéndome ese calor insoportable adentro del cuerpo por la garganta lastimada. Nos echaron a uno, o a dos, no sé, con cualquier excusa. Los ví sentarse callados en el banco, desahuciados. Adentro, el “Nene” Sapienza, prácticamente tuerto, ciclópeo, intentaba inútilmente una y otra vez armar una jugada, un avance.
A falta de cinco minutos, una jugada cualquiera, un roce, una caída exagerada y lo clásico, un penal inventado para ellos. Gol del “Ganges” y el árbitro pitando el final del juego ahí nomás sobre el pucho, para qué seguir.
Ese final ya estaba escrito mucho antes de que los equipos entraran a la cancha.


La diáspora

Todos se fueron (nos fuimos) más o menos desbandando.
El “Nene” Sapienza jugó un par de años más en otros clubes, para despuntar el vicio, hasta que el físico le dijo basta. El pibe Panunzio, después de una larga recuperación, esbozó un regreso, pero esa pierna habría precisado una operación definitiva, en la Capital. En Esperanza lo había visto, se la había “arreglado” un huesero. Le quedó un andar indeciso, asimétrico. Ya no fue nunca más el mismo. Tenía la fuerza, el temple, pero había perdido el instinto, la chispa.
Yo me quedé unos tres, cuatro meses más en el “Panacea”. Había renovado por dos años, pero los resultados no acompañaron. Un par de pibes, los más prometedores, se fueron buscando otros horizontes, otro horizonte o, cuando menos, algún horizonte, cualquiera, cosa que en Esperanza era imposible. Me rescindieron el contrato. Me volví a la Capital, me dediqué a dejar pasar los días de ese año y el siguiente solo en mi departamento, saliendo apenas lo imprescindible: cobrar mi cheque mensual y comprar comida, vino, cigarrillos.
Y el “Carucha”, supongo que si no se murió y se fue de cabeza al infierno, todavía debe estar viviendo en Cabo Esperanza, ese infierno más infierno (porque mientras más chico, más infernal).

A veces todavía me parece estar viéndolo, orejón, casi sin cuello y con ese brillo odioso en los ojos. Seguro seguro todavía debe estar ahí mismo, vuelta y vuelta quemándose despacio en ese infierno ese hijo de mil putas.


De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).

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Correspondencias Secretas (Ediciones del Dock, 2015)

"Sin alzar la voz, pero con la precisión que sólo logran los buenos artesanos, Diego Reis seduce al lector en cada uno de sus relatos. No importa que la acción transcurra en medio de un inmenso campo durante un inclemente verano, en una fantasmagórica estación de ómnibus o en un bosque que parece ser la contracara del propuesto por Cortázar, en todos los casos nos enfrentaremos con historias formidables, brindadas por alguien que conoce los íntimos secretos de la narración y sabe de qué modo revelarlos" . (Vicente Battista) Reis, Diego Correspondencias secretas. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Dock, 2015. 116 p. ; 20x14 cm. ISBN 978-987-559-272-8 1. Narrativa Argentina. 2.  Cuentos. I. Título CDD A863 Ediciones del Dock Avda. Córdoba 2054, 1º “A” (1120) Buenos Aires  Tel. / Fax: 4374-2772   e-mail: info@deldock.com.ar Director Editorial: Carlos Pereiro © Diego Reis Foto de portada: Natalia Büch, de la serie "Sonata otoñal"

Para la Última Novia

Estaré en las márgenes de mi silencio como el agua se acoda en la ribera. Seré entonces una antigua canción que tu boca olvidará un poco cada día. Seré al final un par de versos gastados, un poema desarmado que recitarás una mañana preguntándote de dónde vino. Huestes desordenadas de caracoles dormirán en mi espalda. Serás una corteza abandonada en mi costado. Esperaré en los umbrales últimos del misterio, como un peregrino a las puertas de una ciudad desconocida. Me recostaré a la sombra de unos pilares de piedra, reinventando verbos vanos en tu memoria. Tus besos lejanos tendrán el sabor de viento seco y salado. Serás entonces una vieja certeza abandonada. Cerraré por fin mis ojos una siesta cualquiera y tu nombre jugará segundos en mis labios y en mis dedos, como un sonido hermoso, inefable que entra por la ventana y huye, antes de que nadie pueda reconocerlo.

Escala 2:100

“ An angry man, that is my subject” Ilíada, I, 1 Traducción de W.H.D. Rouse Cada palada, una herida en el vientre del río profundo, anchuroso. Con violencia medida, con una furia tranquila, el hombre contenido en el bote, avanzando en la tarde noche. El sol cayendo lerdo, anguloso. Al fin, la otra orilla. Los pies en el barro, arrastrar el bote unos metros tierra adentro. Los perros conocidos que se acercan a olisquearle los pantalones, las alpargatas. La casa allá arriba, al lado de un sauce viejo. Sale el otro, mate en mano, la otra mano a la cintura. -Cayó piedra sin llover. Le pega una chupada al amargo, cebado en un pomelo cortado a la mitad. -Lisandro- lo nombra el recién llegado. -Orestes- dice el otro. Se quedan parados, como midiéndose, unos minutos. El dueño de casa silba algo y se detiene enseguida, una melodía irreconocible, acaso inexistente. El visitante comienza a armarse un cigarro, como sin apuro. -Pero no te quedés ahí parado. Pasá, chamigo