Ir al contenido principal

Gente de la Costa

Trato de imaginarlos, pero es difícil. Al menos, lo es para mí, que prácticamente no he salido de este pedazo del mapa en siete años. Entonces, pese a mis esfuerzos, lo que logro son resultados pobres, imperfectos. Sólo consigo algún consuelo en las explicaciones de mi fracaso, justificándolo. Tal vez, pienso, el problema reside en que solamente contemplo dos posibilidades: o bien parto de nuestras similitudes, o bien de nuestras diferencias.
En el primero de los casos, comienzo a erguirlos en dos piernas, los veo andar, sentarse, balbucear sus primeras palabras, dormir. Pero ninguno presenta una variedad. Se me parecen, indefectiblemente. A esas alturas, es inútil el pretender introducir alteraciones: ya son como yo. En el segundo de los casos, el más común, son desde el inicio híbridos, deliberadamente horrorosos. Les faltan o les sobran extremidades, babean, bizquean, se muerden hasta sangrarse. El resultado es, invariablemente, el mismo: el mismo fracaso, la misma frustración.
Si tuviera una foto, algo de ellos, un dibujo, una prenda, sería distinto. Un mínimo objeto bastaría, haría la diferencia. Tendría un buen punto de partida, algo firme, consistente. Pero ella se niega a darme nada de eso, nada parecido a eso. Así, estoy condenado a ansiar, a amar sólo la idea de ellos.
A veces, cada vez más espaciadamente, recibo algunas líneas: “Estamos bien”, esa clase de cosas. Escritas por ella, obviamente. Ella no me permitiría el placer, el puente que supondrían para mí sus letras, sus recién perfiladas, aún fluctuantes letras.
Tengo algo parecido a un recuerdo, sin embargo. Borroso sí, vago, pero es algo al menos. La otra tarde, en una librería (necesitaba sobres) encontré unas postales. Representaban distintas regiones de países exóticos. Una me llamó la atención sobre las demás: era la imagen de una playa. Una playa de arenas pálidas, arenas como cenizas, que se extendían por kilómetros, perdiéndose en perspectiva. Una playa sobre un fondo desdibujado. Había unas casitas de madera, diseminadas. Eran lo más llamativo. Incluso, en un porche, podía verse un hombre en una rara postura, parecía estar limpiándose las botas antes de entrar a su casa. Llevaba una gran bolsa de arpillera al hombro y no se le veía el rostro. De otra casita, más lejana, se elevaba una suave y delgada masa de humo. Estaba algo nublado.
Curiosamente, el mar apenas se veía. La postal tenía una leyenda: “Somos gente de la costa”, decía. La compré, por supuesto. La compré porque ellos viven en un lugar similar. En la penúltima provincia al sur del país, en una ciudad recostada sobre el Atlántico. Aunque creo que lo correcto sería decir que es un lugar que yo supongo similar, ya que nunca he estado allí.
Ahora lamento haber sido tan torpe, haber desperdiciado tanto tiempo intentando imaginarlos, cuando bien podría haber comenzado por ahí, por el lugar. Pero ahora ya estoy encarrilado, ya estoy en el buen camino.
A veces, de tarde, saco la silla al patio y mateo despacio, mirando la postal. La miro hasta cansarme la vista, hasta que se pone borrosa, hasta que no puedo hacer foco en ningún rincón de esa imagen. Entonces, aparecen. Los veo surgir, casi siempre desde detrás de la casita de la humareda, la más lejana. Avanzan, conversando entre ellos, ahora sí completos, cabales, hombres. Uno es levemente más alto que el otro, o acaso el segundo sea más desgarbado, más cansino. Más parecido a mí, supongo. Quiero suponer.
Tal como se ven, se nota que son buenos muchachos. Son gente de la costa. Me gusta eso, me encantaría que alguna vez alguien me preguntara cómo son ellos.
-Son buenos muchachos- diría yo entonces, y agregaría, como un sello de distinción, de la buena fe de la afirmación-: Son gente de la costa.
Es cierto que tengo miedo de echarlo a perder. No quiero romper este vínculo que he creado. No quiero agregarle ni restarle nada, al menos por ahora. Por eso, me resisto aún a comprar un mapa, a definir su exacta localización. Me resisto a investigar más, revisar en un atlas fotografías del verdadero lugar. Todo eso contaminaría mi imagen, alteraría mi progreso natural.
Además, confieso, tengo un miedo mayor. Ponerme en ese plan me llevaría, más tarde o más temprano, a contemplar la posibilidad de comprar un pasaje hasta allí. Lo que significaría viajar. Lo que significaría, a su vez, buscarlos y, eventualmente, hallarlos. Hallarlos. Verlos, oírlos, tocarlos. Sería demasiado.
De todos modos, ella no lo permitiría. Ella, que vive refregándome en las narices una culpa inextricable, atroz (una culpa de la que ella sólo conoce el nombre, la cáscara), que lleva años esgrimiendo órdenes judiciales que hablan de distancias no menores a los doscientos metros, que no quiere, que no puede entender mi deseo, mi desesperación por resarcirme. Ella no sabe que ya soy otro. O que, al menos, estoy en vías de serlo.
A veces, en las tardes que llueve, no salgo. Tomo unos mates adentro, miro por la ventana un trozo rectangular de cielo y los extraño libremente, sin hacer ningún esfuerzo por imaginarlos. Entretanto, escribo y escribo. Aún guardo una mínima esperanza de que ella no destruya mis cartas. Me amparo en esa esperanza, me amparo en el antiguo consuelo de los que están separados: pienso que nos cubre el mismo cielo, que nos moja la misma lluvia, esa clase de cosas idiotas. Pienso también que acaso nos une la misma búsqueda, que ellos también tratan de imaginarme. No de recordarme, sino de imaginarme. En esa búsqueda, a veces soy idéntico a ellos. Y a veces, las más comunes, soy una aberración, un error. ¿Cómo me imaginarán ellos?, me pregunto. ¿Qué cosa creerán que soy?
Cuando me canso de lastimarme así, cuando me desespera la urgente necesidad de explicar, me detengo. Limpio mi cabeza y me abandono a otros pensamientos. Pienso en cosas triviales: en hacer la comida y en tirar la basura, en quemar las hojas de la parra que inundan el patio, en que tengo que comprar más sobres y más papel. Camino por la casa y ordeno cosas al azar, para despejarme.

Después, me siento. Entonces, saco del bolsillo la postal, la miro y vuelvo a empezar, ya más tranquilo.


De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).  

Comentarios

Entradas populares de este blog

Escala 2:100

“ An angry man, that is my subject” Ilíada, I, 1 Traducción de W.H.D. Rouse Cada palada, una herida en el vientre del río profundo, anchuroso. Con violencia medida, con una furia tranquila, el hombre contenido en el bote, avanzando en la tarde noche. El sol cayendo lerdo, anguloso. Al fin, la otra orilla. Los pies en el barro, arrastrar el bote unos metros tierra adentro. Los perros conocidos que se acercan a olisquearle los pantalones, las alpargatas. La casa allá arriba, al lado de un sauce viejo. Sale el otro, mate en mano, la otra mano a la cintura. -Cayó piedra sin llover. Le pega una chupada al amargo, cebado en un pomelo cortado a la mitad. -Lisandro- lo nombra el recién llegado. -Orestes- dice el otro. Se quedan parados, como midiéndose, unos minutos. El dueño de casa silba algo y se detiene enseguida, una melodía irreconocible, acaso inexistente. El visitante comienza a armarse un cigarro, como sin apuro. -Pero no te quedés ahí parado. Pasá, chamigo...

El Infiernísimo

Salmos, CXXXIX, 8. La foto De izquierda a derecha. Parados: Pablo Briones (mejor conocido como “el Loco Canción” ), el Carucha (orejón, los ojos siempre entrecerrados), los mellizos Juan y Santiago Del Pozo, el chileno Harold (que le decían “Chileno” , por la tonada, se había criado en Mendoza), Facundo Parra, Matías Montenegro (el “Rulo” ), el “Nene” Sapienza, Hugo Miranda y yo (el único con saco y anteojos negros, claro). Sentados: Hernán Paillalef, Lalo Briones (primo de Pablo), Juan Pannunzio (el “Pibe Palangana” ), Samuel Santana, el Juanca Di Lorenzo con su hijo de siete años (idénticos, calcados), el “Chita” Martínez y Manuel Tadeo Jiménez. Todos estos nombres están más o menos cambiados, más o menos inventados (menos los apodos). Mejor así, para que no estorben. Para que no me ganen la bronca o la tristeza, para que haya una distancia entre esas personas y yo ahora, al hablar de ellos y de esos tiempos. La llegada Llegué a Cabo Esperanza en pleno ver...

Un Mundo de Escritores

Soy escritor. Pienso que ser escritor es, primerísima e insoslayablemente, pensar como escritor, subordinarse una y otra vez a la ardua labor de ser escritor, mirar la vida veinticuatro horas al día con ojos de escritor. Soy escritor y tengo un dilema. Un dilema de orden epistemológico, llamémoslo así. La vida se me presenta indistintamente con rostros trágicos o cómicos, a veces funde ambos en un solo híbrido horroroso, y otras (cada vez las más comunes) me enseña los hechos llanos, desprovistos de rostro alguno, como invitándome, incitándome a estamparle alguno yo mismo. Veo la vida como una colección de escenas sueltas, exentas de argumento. Como una película casi muda, de actores impávidos, una película a la cual hay que agregarle una música de fondo arbitrariamente adecuada. Y no hay preludios ni epílogos. Todo es urgente, todo es acto. Por caso, esta mañana salgo de casa y voy hasta la terminal del colectivo. A propósito, es necesario aclarar que ya está construida la nuev...