1
El sol alto ya,
cercano al cenit. Una polvareda ascendiendo, acercándose. Los tres
hombres dejan de trabajar, aflojan los músculos tensos, aprovechan
para parar, tomar agua, prender un cigarrillo. El recién llegado es
Godoy, el capataz.
Llega al tranco,
se apea despacio. Acepta el agua y el cigarrillo que le convidan.
-Calor, che- dice
al rato.
Gonzales suspira,
o tose. Un suspiro que se quiebra o se convierte en tos.
-Calor, sí- dice
después.
-En las casas es
igual, o peor- reconviene Godoy.
Los otros
asienten.
Godoy termina el
pucho, lo tira al suelo. Mira el horizonte, hacia el este. El calor
retuerce el aire, se ven esas ondas ascender del suelo, desfigurando
el paisaje a lo lejos.
-Manda a decir el
patrón que hay que postear y alambrar unas cinco leguas más, che.
-¿Cinco más a
partir de ahora o cinco más aparte de estas tres?
Godoy se aclara la
garganta y escupe. Se va subiendo al caballo mientras habla.
-Cinco más
aparte, Gonzales.
Gonzales mira
hacia el este, calcula los días que le va a llevar el trabajo, el
calor, el viento, la sed.
-Van a faltar
postes, alambre- arriesga.
Godoy va iniciando
la vuelta.
-El patrón va a
mandar la carreta, che- dice, ya yéndose-. Mañana o pasado.
Los tres hombres,
toda vez que la polvareda se transforma en un punto casi inabordable
a la vista, cuando esas tres palabras finales dejan de reverberar en
el silencio, vuelven al trabajo, que ya no abandonarán hasta el casi
último sol.
2
La Toyota rompe el
orden cotidiano (el sol vertical y constante, el chillido perdido de
un tero o de un chimango, el golpe de las palas, unísonas, en la
tierra). Los hombres se detienen apenas el motor empieza a sonar,
allá lejos, en la tarde. Cuando al fin llega, frena drástica, casi
sobre ellos.
Baja un hombre,
lampiño, de altura regular, cercano a los cuarenta.
-¿Cómo dice que
le va, Gonzales?
-Así nomás- dice
Gonzales después de mirarlo un rato de arriba a abajo. No alcanza a
recordar al hombre, su nombre. La cara le es familiar. Trabaja para
el patrón, sí, pero allá en el pueblo.
No hay tiempo para
presentaciones, aparentemente.
-Va a haber que
alambrar el doble de lo que le habían encargado, Gonzales- mientras
habla se limpia cuidadosamente el pantalón en el muslo derecho, una
mancha imaginaria, Gonzales no ve nada que haya que limpiar-. En la
semana le vamos a hacer llegar el material.
No espera
respuesta.
Satisfecha la
necesidad de limpieza imaginaria de su pantalón, el hombre se apura
a despedirse. Gonzales lo detiene con un gesto.
-Dígame, don…-
hace una pausa infinita, no sabe exactamente qué preguntar, no sabe
exactamente qué desea saber. Al fin, encuentra algo-. ¿Qué pasó
con Godoy?
El otro lo mira,
como incrédulo.
-¿Godoy?-
pregunta.
-Sí, Godoy, el
capataz. Él daba los trabajos- aclara-. Él nos mandó acá, el
patrón lo mandó traernos acá.
-Ah, sí- dice el
otro después de unos segundos de muecas, de fruncir el ceño- Godoy
Oviedo dice usted- ya está con un pie sobre la Toyota-. Se fue, a la
costa, creo. Pero hace tiempo ya de esto. Tenía familia allá, y
trabajo además- suspira profundamente, como dolido-. Es importante
tener un buen trabajo en estos tiempos- hace un gesto amplio con la
mirada-. Esto, el sur, está podrido- abre la puerta, antes de entrar
y cerrarla, agrega-: Hay que alambrar todo y esperar a que lleguen
las vacas gordas.
No dice más. El
motor se enciende, la camioneta hace marcha atrás y sale arando el
suelo. Levanta una polvareda enorme que cae sobre Gonzales y los
otros dos.
Al rato nomás, ya
es un punto apenas perceptible en la distancia.
Cuando la
polvareda se dispersa, los hombres ya están de vuelta en lo suyo.
3
Los otros duermen
aún. Él los deja, han trabajado duro, ya están cerca del final.
Sentado junto al fuego improvisado, mate en mano, la vista larga
hacia el oeste, piensa.
El primer sol,
horizontal aún, pega allá lejos en los cerros. Piensa en esos
parajes, esos climas desconocidos. La altura, los lagos, la nieve. Se
imagina, sólo puede imaginarse esas cosas, esas abstracciones.
De la nieve pasa
al fuego. Mira, escucha, siente el crepitar. Cada tantos días, van
corriendo el campamento (los rollos de alambre, los postes, las
herramientas, la ropa, los bártulos, los ladrillos que hacen de
reparo del viento al fuego).
El fuego les
ordena el tiempo y la distancia. Siguiendo los manchones opacos en la
tierra y la ceniza, podría saberse qué dirección traen y cuánto
tiempo llevan trabajando. Si eso importara, si eso sirviera para
algo.
El sonido que
llega ahora es más ronco, más profundo. Parece venir de tierra
abajo, viene como rajando la tierra. Ve un punto veloz en el
horizonte. En un rato nomás, crece, se hace silueta, forma. Una
motocicleta, nunca había visto una tan grande. El hombre viene casi
acostado sobre ella.
Para, también
drásticamente, también levanta una polvareda dura, áspera al
decolar, como potrillo mancarrón.
Gonzales deja el
mate sobre una piedra y se levanta. El recién llegado baja de la
motocicleta. Va todo vestido de negro, de cuero. Un cuero demasiado
brillante, piensa Gonzales. Cuando se saca el casco, emerge la cara
de un chico, tendrá no más de treinta años.
Se miran un rato
largo, mutuamente asombrados.
-Usted debe ser
Gonzales- dice al fin el recién llegado.
-El mismo- dice
Gonzales. Busca algún rasgo de familiaridad en el visitante. No lo
encuentra.
El otro saca unas
hojas de papel de entre la campera de cuero. Gonzales piensa que él
hacía lo mismo, se ponía hojas de diario entre la camisa y el pecho
cuando iba a cabalgar largo con frío. El papel ataja el calor del
cuerpo, piensa.
Pero el otro le da
tres de las hojas a él, se las alcanza para que las vea, sin mediar
palabras. Se queda con el resto de las hojas, serán una docena más.
Gonzales toma los
papeles, las tres hojas, pero no las lee. No sabe leer. No le hace
falta. En vez de eso, se queda mirando las botas del recién llegado.
Botas acá, piensa. Una vez, en el Norte, vio a los hacheros usar
botas. Todos usaban. Con el calor y todo. Por las víboras, le
dijeron. La explicación le bastó. Pero botas acá, para qué.
Sacude la cabeza.
Vuelve. Le devuelve los papeles al pibe.
-No sé qué dicen
esos papeles- admite.
El otro se saca
los guantes (Gonzales repara recién entonces en los guantes) y los
deja sobre la moto. Después le lee en voz alta el primer papel:
“RadifCo
S.R.L. (en adelante, “el
contratante”)
comunica al Sr. Gonzales Publio Evaristo (en adelante, “el
contratario”)
la necesidad y urgencia de completar a la brevedad el proyecto
previamente pactado de alambrado de tierras, a posteriori de lo cual,
el contratario procederá a cumplimetar el alambrado de ciento
cincuenta kilómetros adicionales”.
Gonzales toma
distancia.
-¿El patrón
manda decir eso? ¿El patrón dijo eso, así: ciento cincuenta
kilómetros?
El otro deja
escapar una sonrisa, Gonzales lo advierte.
-El señor Díaz
Frey vendió todas sus propiedades (entre ellas, esta tierra) a
RadifCo hace un tiempo ya. Yo trabajo para RadifCo- suspira-. Raro
que no sepa, que no le hayan avisado.
Gonzales piensa,
quiere pensar, parar el tiempo y pensar.
-¿Y usted es el
nuevo capataz?
-Trabajo en el
Departamento de Recursos Humanos- recita, después completa-: Algo
así como capataz, sí.
-Y ahora hay que
alambrar todo eso que dice el papel.
-Y sí. Eso dice
el papel.
-Pero yo no sé si
usted sabrá- dice Gonzales, serio- de que la tierra del patrón, Don
Díaz, llega hasta acá, a media legua, que es lo que nos falta para
terminar el trabajo.
El otro suspira,
carraspea. Después va poniéndose despacio un guante, el de la mano
izquierda.
-RadifCo compró
todas las tierras en quinientos kilómetros a la redonda. Las de su
ex patrón y las de todos los que eran sus vecinos- levanta el
mentón, en un gesto que abarca toda la inmensidad-. Ahora todo esto
es de RadifCo.
Estira la mano
derecha, estrecha la mano dubitativa de Gonzales, que arriesga una
última pregunta, una última duda.
-¿Qué dicen esos
otros papeles?- pregunta, mientras ve cómo los va guardando bajo la
campera de cuero.
El otro, mientras
sube el cierre, dice:
-Otros trabajos,
de otra gente. Es grande RadifCo- al tiempo que se calza el guante
restante, y repite y aclara-: Radifco, la empresa.
Se despide, se
pone el casco.
Gonzales, curioso,
lo ve ajustarse por última vez los guantes, acomodarse el casco,
levantar la mano en un tímido saludo. Lo ve yéndose, desaparecer.
Los otros se
despiertan, emergen del profundo sueño como de un pozo. Se
desperezan, se levantan. Soñolientos aún, torpes, esbozan algunos
movimientos, algunos pasos.
Gonzales los
llama, les informa de las novedades. Ellos están de espaldas al sol,
que le pega a él directo a los ojos. Las caras de los hombres a
contraluz se ven blancas, casi trasparentes.
Unos mates, unos
cigarrillos y se ponen prontamente a trabajar.
Falta mucho
todavía.
No sea cosa de que
los agarre la temporada de las lluvias.
De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).
Publicado en revista "Al Margen" Nº56, Bariloche, Junio/Julio 2013.
Publicado en "PlexoCuentos. Narrativas y Gráfica de Argentina y Chile" (Centro de Investigaciones Poéticas Casa Azul, Valparaíso, 2016).
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