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Correspondencias Secretas

 “Encuentro cartas de Dios tiradas por la calle
y su firma en cada una; pero las dejo donde están,
porque sé que dondequiera que vaya
otras llegarán puntualmente”.
Walt Whitman

Había una vez un hombre llamado H. H. era escritor. Cada quince días enviaba un cuento corto, relato, ensayo, pensamiento o lo que fuera a una revista de interés general, que lo publicaba puntualmente en una sección titulada, sin ningún misterio, “Lecturas”. El director de la revista había sido compañero de colegio de H. Se suponía que habían llegado a ser buenos amigos y ello explicaba, en gran medida, la permanencia de la sección de H. en la revista.
En un principio, H. escribía sus líneas quincenales con pasión y hasta con algún talento. Aguardaba la aparición de la revista en los kioscos y la compraba para leer su obra en casa, íntimamente complacido.
Un ejemplo de estos textos:

Un crimen perfecto

Un crimen siempre es perfecto- dijo el Padre Brown-.
Siempre, en tanto y en cuanto la víctima muera”.
G. K. Chesterton, “El espíritu de las rosas”.

Disparó directo al corazón y el pulso no le tembló. El cuerpo sin vida se desplomó y quedó desparramado, borboteando sangre rítmicamente. Entonces, advirtió que no tenía ninguna especie de coartada, que inexcusablemente sería señalado como el asesino.
Pero esa es otra historia”.

Esa clase de cosas.
Pero a la gente parecía agradarle. La redacción recibía cartas y cartas de lectores que expresaban su admiración por H., y no pocos de ellos hasta exigían la pronta publicación de un libro con sus notas. H. en realidad apenas si leía esas cartas, que la revista le hacía llegar, curiosamente, por correo. A decir verdad, todo contacto de H. con la revista era por correspondencia. Aún su cheque le era remitido por esa vía.
Al principio, H. guardaba todas esas cartas, pero al cabo de un tiempo se decidió por conservar sólo algunas, especialmente las de ciertas admiradoras, que disciplinadamente contestaba. No faltaban, sin embargo, los detractores. Aunque H. leía sólo dos o tres líneas de esas cartas antes de deshacerse de ellas, hubo una firma, demasiado recurrente, que comenzó a llamar su atención primero, a incomodarlo después.
Un ejemplo de estas cartas:

Leer a H.

Me dispongo a disfrutar de la revista K., cómodamente en mi sillón favorito, como suelo hacerlo cada quince días, pero mi disfrute viene a frustrarse una y otra vez, al hallar esa página que desmerece la alta calidad estilística de vuestra publicación. La página, vanidosamente titulada “Lecturas”, es, en una sola palabra, un atentado: al buen gusto por la buena prosa, al paladar exigente, a la literatura en general. Terrorismo puro.
El señor H. (de cuyas “lecturas” dudo profundamente) hace uso y abuso de ideas pobres, gratuitamente abunda en coloquialismos y neologismos, cae en todos los lugares comunes posibles (y no se levanta). Todo en un contexto en donde lo que predomina es, fundamentalmente, la arbitrariedad.
Dicen los taoístas que el bien y el mal tienden a equilibrarse en el universo. Leer a H. es la penitencia que algunos debemos padecer para que otros lectores, en otros puntos del planeta, se solacen con verdaderos escritores.
De mi mayor consideración,
Z.

H. decidió publicar la carta en su sección, tal vez porque no tenía material para esa quincena, tal vez para exorcizarse de ella, temiendo que tirarla o quemarla acaso no fuera suficiente para eliminarla. Temió que, sin importar lo que él publicara, las cartas del tal Z. (aunque tenía la certeza de que era una mujer) seguirían llegando, amenazándolo, royéndolo sin fin. Tuvo la tentación de cambiar algunas palabras, insertar errores de ortografía o de construcción semántica, pero se abstuvo. La publicó tal como había llegado a sus manos.
El resultado fue instantáneo. Llovieron cartas de repudio a Z., que H. leyó y releyó hasta el cansancio. Su primer impulso entonces fue publicar otra carta de Z. (ésta redactada por él mismo, por supuesto), en la cual se despachaba con un hondo discurso acerca de cuál era la verdadera literatura. Debajo de esta supuesta carta, había unas líneas (estas sí firmadas por H.) en las cuales declaraba que él no se hacía responsable de los dichos de Z. A su vez, al pie de página, unas líneas adustas se excusaban de que tanto los dichos de Z. como los de H. podrían no reflejar el pensamiento editorial de la redacción, al cual no se hacía cargo de ellos.
Entonces sí, H. decidió publicar una de las cartas de sus admiradoras, la más fervorosa, la más radical, una profesora de historia de unos cuarenta años llamada Y. A partir de esa edición, mantuvo esa secuencia (Z., Y., Z., Y., etc.) durante unos tres meses. Luego de ese período, decidió que ya era tiempo de cambio.
Resolvió entonces publicar una serie de cartas (todas apócrifas, claro) donde cada una respondía a la precedente, desarrollaba algún punto en particular, y planteaba las bases para la posterior. Con eso despachó una larga temporada de ediciones, en las que el público pudo disfrutar de una multitud de dilemas expuestos en discusiones reales, pero cuyos discutidores eran absolutamente ficticios.
H. escribía profusamente, como nunca antes en su vida. Sin embargo, la relación general de esas cartas escapaba a su razón, no alcanzaba a comprenderla del todo. Él presumía, presentía que lo llevaban hacia algún fin determinado (la ilación acaso demasiado precisa de los acontecimientos lo hacían pensar así), pero ese fin todavía no estaba definido con claridad. Llegó a pensar que quizá no hubiese en realidad fin alguno y que todo fuese solamente concatenación, causa y efecto, supra y subordinación. Pura estructura. Y si Z. (es decir, la verdadera Z.) dejó con el tiempo de enviar cartas, ello no lo desanimó. Y si nadie enviara ya más cartas o notas algunas, eso ya no le interesaba. Sentía que estaba subordinándose enteramente a un sistema, estaba desprendiéndose de sí mismo, de su persona, de H. Se sentía ya parte de un cosmos, de un pan-orden que lo envolvía, lo arrastraba, le daba sentido, pero desestimaba a los individuos en particular, H. incluído.
Pasado un tiempo, sin embargo, se sintió de nuevo agitado, absorbido esta vez. Ya no sentía dentro suyo agitarse a las ideas, aunque sí los motivos. Fundamentos no le faltaban, pero las cartas de lectores que inventaba y a las cuales rubricaba con firmas de fantasía ya se habían convertido en manifiestos, panfletos. Eran discursos perorativos, exentos del toque humano, que languidecían ya al segundo párrafo. Daban lástima.
Ocurrió entonces la intrusión de lo exógeno, lo revolucionario. H. recibió una carta verdadera. Una carta real, visible, palpable, irreprochable. Era una carta de su hermano mayor, en al que hablaba de familia y negocios, una carta cualquiera. H. no dudó. La publicó íntegra.
El éxito de esa publicación fue inmediato y resonante. El público supo percibir el raro, excitante sabor de la realidad, de lo atrozmente cotidiano en esas líneas fraternales. Entusiasmado con esa respuesta, H. inició entonces una correspondencia copiosa y multiforme con una multitud de parientes, amigos y hasta desconocidos, publicando todo puntualmente en su sección, que pasó a llamarse “Correspondencias secretas”.
Un ejemplo de esa correspondencia:

Hola che!:
¿Cómo andás? Estuve hace un mes en la ciudad y te dejé un par de mensajes con el portero pero se ve que no chusmeás con él tanto como antes.
Te comento que nunca recibí el cuento ese que decís que me mandaste. Mandámelo, por favor.
Estuve enfermo che, ni te enteraste de tan perdido que andás. No hay mal que por bien no venga: aproveché mi peste para delegar trabajo en la chacra y al fin poder terminar el cuento ese que estaba escribiendo hace rato, el de los empíricos, no sé si te acordás. Es también de ciencia ficción, fijate qué te parece.
Además, necesito consultarte sobre unas dudas:

-plural de láser, ¿es láseres?
-¿”toda el agua” o “todo el agua”?

Otra pálida: se me fundió el Forcito, ahí se va la plata de mi frustrado viaje al norte, en fin.
¿Tus cosas bien? A ver si un fin de semana te hacés una escapada a la provincia y hacemos un asado, nene. Acá la hija del turco Aladín siempre pregunta por vos, je je.
Bueno hermanito, un abrazo grande desde el exilio rural de tu amigo,
Ernán”.

Esa clase de cosas, todas bienvenidas con gran beneplácito por parte de los lectores.

Pero, gradualmente, inevitablemente, también ese instrumento, esa vía, fue declinando en intensidad, repitiéndose, agotándose.
Allí se inicia entonces un camino tortuoso, desordenado, arbitrario, para H. En ciertos recodos de ese camino, H. cree atisbar alguna luz, alguna dirección definitiva. En algunas encrucijadas, sin embargo, su fe decae. El público, implacable, le exige continuamente renovación. Una renovación falaz, al fin y al cabo, ya que cualquier alteración, cualquier desviación del género epistolar es violentamente resistida (y oportunamente denunciada con una respectiva misiva).
Una noche, al borde del fin de la quincena, angustiado, casi desesperado, H. sale a la calle y saquea un buzón público. Ese feliz material lo alivia, lo resguarda por un tiempo del miedo, de las dudas. Pero ese material también se termina y H. se ve obligado a reincidir. Tarde o temprano, es capturado y encarcelado por daños y violación de las propiedades pública y privada.
Una de las últimas imágenes de H. lo muestra sentado en la seccional. Abrumado, queda estático, paralizado, hipnotizado por el golpeteo de la Olivetti, por las palabras que supone están inmortalizándose en ese papel, deseando la posesión de ese papel, perdiéndose en una serie de asociaciones espontáneas, de relaciones brevísimas.
Un ejemplo de estas relaciones:

relaciona
-el sonido rítmico, inalterable, de las teclas de la máquina de escribir con el descenso lerdo, arrítmico, de su sudor;
-el descenso de su sudor con la humedad de las paredes de la celda que lo hospedará, con el descenso de las almas al mundo ultraterrenal;
-las paredes de la celda que lo hospedará, poblada de mensajes y firmas de presos pretéritos con las paredes de la celda de un cuento de Borges, donde un faquir musulmán había pintado un tigre infinito, que estaba hecho de muchos tigres;
-esos muchos tigres con los muchos días de prisión que le aguardan, con los dos tigres originales, con Facundo el tigre de los llanos, con el primer día de la creación, con las diez mil mañanas de Confucio.

Esas relaciones, a veces semánticas, a veces meramente episódicas, van complejizándose, bifurcándose primero, ramificándose después. H. va construyendo redes de imágenes y de hechos, imaginando posibles secuencias de acciones, posibles desenlaces, tal vez finales.
Su rostro despide una luz tenue, levemente azul, quizá obra del reflejo del fluorescente sobre su piel transpirada. Alza los ojos al techo, atravesándolo en realidad, mirando más allá y sonríe, extasiado.

Allí se le pierde el rastro, acaso para siempre.


De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015)

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