Ir al contenido principal

Un Papel Secundario

Lo despertó el silencio. El sol ya había salido. La radio despertador, eternamente activada a las seis y media de la mañana, estababa muda, inservible. Se le habían terminado las pilas. Displicente, abandonó la cama, se vistió y entró en el baño. El espejo inevitable le devolvió un rostro macizo, inabordable, apenas trivial. Se lavó sin ganas.
Ya fuera, se enroscó la bufanda gris al cuello, bufanda ancestral que antes había abrigado a su padre y antes a su abuelo, y acaso antes a alguien más con el mismo apellido que ellos. Un apellido que iba a desaparecer, que estaba respirando sus últimos años terrestres con él. Atravesó el largo patio y se internó en la calle. Caminó lerdo esa cuadra y media, recelando el barrio, las permanencias y los cambios erosivos, inexorables. Compró dos pilas, nomás las estrictamente necesarias. Comprar significaba salir.
De regreso, encendió el fuego y depositó la pava con agua sobre la hornalla chillona. Sólo después de esa operación, le puso las pilas a la radio. Aliviado, seguro, percibió el sonido expandiéndose, volviendo a llenar la casa, a ocupar los rincones conocidos. Llevó una silla al patio, un poco al sol, y volvió a entrar. Preparó el mate despacio y sacó la pava del fuego justo unos segundos antes de que el agua comenzara a hervir. Luego, pasó esa agua a un termo y salió. Sentado, mateó largo hasta pasado el mediodía.
La calle, unos veinte metros allá adelante, a través de un terreno semisalvaje que alguna vez otros seguramente llamaron patio, comenzaba a mostrar una creciente agitación. De la escena general, el hombre sólo veía un fragmento, una franja delgada, un instante. La suya era, entonces, una visión parcial, momentánea además. Sobre una porción de fachada de la casa de enfrente, veía pasar gente. Gente en sus viajes de ida o de vuelta, ligeros, sin rasgos individuales, abstractos. Sólo gente. Piernas, ruedas y sonidos fantasmales a la distancia, incompatibles con la continuidad del movimiento, con la concepción lógica de espacio y tiempo que en él (sentado, concreto, taxativo) persistía, perseveraba.
Su rostro era una lucha de raíces. Sangres de ascendencias disímiles (el gringo, el judío, aún el indio) fluían, fluctuaban por ahí. Su carácter, dada su reclusión, era un aburrido misterio. Se lo veía, se lo sabía mateando desde el primero hasta el último sol. Las novedades eran raras, no necesariamente porque las rehuyera.
Por ello, aunque alguien lo hubiese visto salir esa mañana de agosto, aún con la niebla usurpando las calles, de seguro le hubiese asombrado el porte y el paso desconocidos, insospechados; no hubiese dejado de carcomerlo la duda acerca del móvil de aquella salida. Acaso lo hubiese seguido un par de cuadras, hasta que se perdió en las últimas calles bajas del norte, hacia los barrios más antiguos de la ciudad.
Pero nadie lo vio desembarcar de su casa en la honda madrugada, en la todavía noche. Sin embargo, la razón era simple, hasta previsible. Había captado una variación. Breve, apenas perceptible, pero innegable variación en la escena diaria. Cerca del mediodía, un hombre, fugaz hombre en bicicleta, había volteado para verlo. Era casi increíble, pero al otro día, el episodio se repitió, y lo mismo al siguiente, y al siguiente. El hombre, irremediablemente, volteaba para mirarlo.
Comenzó a incomodarlo aquello. No esa mirada, sino las ignoradas razones de esa evidente mirada. Gradualmente, la incomodidad se trocó en necesidad de saber, en desesperación. Recorrió mentalmente una y otra vez a todos sus parientes lejanos y conocidos, intentó a su vez relacionar el rostro de ese sujeto con los ambientes que alguna vez había frecuentado, pero todo fue en vano. Resolvió que era un completo extraño.
Hasta que lo adivinó. Al principio, en realidad, fue pura intuición. No podía esperar hasta el día siguiente para verlo ratificado en el fugaz rostro, en esa mirada. No cabía en sí de felicidad cuando lo comprobó. En efecto, su teoría era cierta: el hombre no lo miraba a él, sino a la casa.
Esta casa donde actualmente vivía no era la casa suya original, donde había nacido y crecido y vivido toda su primera infancia (y probablemente, nunca sería totalmente su casa como aquélla). La había comprado a un turco llamado Mossain o Mossein o tal vez Mussein con las migajas que habían dejado los abogados luego de la sucesión y venta de la casa familiar, de su casa. Más tarde, recordó que Musein (optó por simplificar el nombre) tenía un hijo, un chico que tendría unos diez años en aquél entonces. Y reconoció, descubrió a aquel chico en el sujeto de la bicicleta.
Aguardó hasta el día siguiente, esperando verificarlo, pero el sujeto no apareció. En vano transcurrió una semana, las semanas: ya no volvió a dejarse ver. Tal vez, pensó, lo había asustado. Tal vez se supo reconocido. Y entonces fue cuando sintió el llamado, al fin. Entonces fue cuando decidió salir más allá del radio de ciento cincuenta metros alrededor de la casa, no sin rumbo fijo, no decidido a vagar, sino con un destino preciso, real.
La mañana era adusta, franca, cada cosa parecía estar en el lugar que le correspondía. Bajó hacia el norte unas doce cuadras y llegó hasta el río. No le asombró toparse en el puente con dos policías, que espantaban el frío pateando cada tanto el suelo. Los rastrillajes de sospechosos eran cada vez más comunes, lo sabía por la radio y ahora lo comprobaba. En dieciséis kilómetros de río sólo había tres puentes y durante el transcurso del último año lo raro era no ver a ningún policía, uniformado o de incógnito. Del otro lado, comenzaba el norte de la ciudad, los barrios bajos, marginados hasta por la naturaleza.
Le pidieron los documentos, lo reconocieron extraño, ajeno a ese ambiente. Lo miraron, lo inspeccionaron, sopesaron de un vistazo la cantidad de desorden y violencia de los cuales ese cuerpo sería capaz y luego lo dejaron ir. Se dijo y se repitió que ese encuentro no tenía valor, no era parte de lo que se empecinaba en llamar sentido, y decidió borrarlo. Continuó su camino, faltaba poco. Unas quince cuadras más adelante dobló hacia la izquierda y luego, una cuadra más, hacia la derecha. Ingresó finalmente en la calle conocida. En un gesto medido, se frotó largamente las sienes con los pulgares, como intentando detener el torbellino de recuerdos que lo impactaban. Se dijo y se repitió hasta convencerse que no estaba allí para recordar.
Siguiendo una vieja costumbre, contó cinco casas mientras caminaba, pero no se detuvo ante la sexta. Apenas disminuyó un poco el ritmo de sus pasos, lo suficiente como para detener la vista en la vieja fachada de eterno blanco descascarado y atisbar los primeros brotes del parral. El patio estaba desierto, tal vez porque aún era demasiado temprano. La primera claridad ya amenazaba. Resolvió regresar, aunque no sobre sus pasos. Dio un rodeo a la manzana hacia la derecha y en la esquina repitió la operación. Desde allí, era un camino recto hasta su casa, río mediante. En el puente, los policías lo dejaron pasar sin preguntas. Tal vez ni siquiera advirtieron su presencia. Ya estaba clasificado, ya era invisible.
Ya de regreso, apenas si encendió la radio. O acaso estuvo todo el tiempo encendida para nadie. Su mente estaba en otro lugar. Cenó liviano y se acostó enseguida. Al día siguiente, se despertó inexcusablemente tarde, cerca de las diez. Estaba tranquilo, sin embargo. Ninguna preocupación lo agobiaba, pero palpaba la energía, percibía la actividad gravitando dentro suyo, como una presencia. Mateó lerdo, más lerdo que nunca, los ojos ya no fijos en el retazo de calle allá adelante, sino apuntando al suelo. Con la cabeza baja, aunque no mirando el suelo (la tierra áspera, dura como concreto, merced de años y décadas de pisadas y pateadas y pisoteadas) sino un punto vago, un puñado de aire invisible, justo a mitad de camino entre sus ojos y ese suelo.
Menos por la radio que por el sol supo que eran las doce. El calor era intenso pero soportable. Se acomodó el sombrero de paja de manera que apenas era perceptible su cara (unos minúsculos retazos de sol denunciaban la débil barba de dos días) y salió, caminando con tranco firme. El recorrido le resultó considerablemente más corto esta vez. Casi sin darse cuenta, se sorprendió de vuelta en la calle de la casa y aminoró la marcha. Sintió que su corazón se aceleraba cuando vio la reja entreabierta y el ritmo de sus latidos se redobló al oír unas voces. Pasó frente a la casa lo suficientemente despacio como para poder ver y no tanto como para resultar sospechoso. En el par de segundos que alcanzó a posar la vista distinguió dos personas: un hombre mayor, de unos cuarenta años, y un chico de unos doce, su hijo probablemente. No lo vieron. Más bien, no lo advirtieron. No hallaron diferencias entre él y las trescientas o quizá trescientas cincuenta personas que diariamente pasaban frente a la casa. Regresó frustrado.
Es imposible precisar la cantidad de veces que repitió la operación hasta ser finalmente percibido, ya que todo el conjunto de sus acciones, el proceso mismo es incognoscible, indescriptible cuantitativamente. Lo cierto, lo fatal es que fue percibido al fin, quizá no como persona, lo cual fin y al cabo no le interesaba, sino como observador. Sólo es posible determinar la continuidad de sus actos, una continuidad ya irreversible. El asedio, la asiduidad lo vuelven reconocible por el hombre que habita su vieja casa. Este tercer hombre, intrigado por su constante aparición y su mecánica mirada, comienza a incomodarse, a necesitar una explicación. El otro (nuestro hombre) una y otra vez intenta darse a entender, siempre con un tiempo y un espacio increíblemente reducidos.
Un mediodía, perdido entre otros mediodías prácticamente idénticos, una mirada (fraternal, inconfundible) del tercer hombre lo convencen de que ha sido descubierto, de que el fin del ciclo de sus acciones ha sido develado. Entonces abandona la tarea (su parte de la tarea) y vuelve a su casa, sintiéndose liberado de una carga, casi justificado, ya previendo las muchas, heterogéneas, inenarrables consecuencias.



De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).

Comentarios

Entradas populares de este blog

Correspondencias Secretas (Ediciones del Dock, 2015)

"Sin alzar la voz, pero con la precisión que sólo logran los buenos artesanos, Diego Reis seduce al lector en cada uno de sus relatos. No importa que la acción transcurra en medio de un inmenso campo durante un inclemente verano, en una fantasmagórica estación de ómnibus o en un bosque que parece ser la contracara del propuesto por Cortázar, en todos los casos nos enfrentaremos con historias formidables, brindadas por alguien que conoce los íntimos secretos de la narración y sabe de qué modo revelarlos" . (Vicente Battista) Reis, Diego Correspondencias secretas. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Dock, 2015. 116 p. ; 20x14 cm. ISBN 978-987-559-272-8 1. Narrativa Argentina. 2.  Cuentos. I. Título CDD A863 Ediciones del Dock Avda. Córdoba 2054, 1º “A” (1120) Buenos Aires  Tel. / Fax: 4374-2772   e-mail: info@deldock.com.ar Director Editorial: Carlos Pereiro © Diego Reis Foto de portada: Natalia Büch, de la serie "Sonata otoñal"

Para la Última Novia

Estaré en las márgenes de mi silencio como el agua se acoda en la ribera. Seré entonces una antigua canción que tu boca olvidará un poco cada día. Seré al final un par de versos gastados, un poema desarmado que recitarás una mañana preguntándote de dónde vino. Huestes desordenadas de caracoles dormirán en mi espalda. Serás una corteza abandonada en mi costado. Esperaré en los umbrales últimos del misterio, como un peregrino a las puertas de una ciudad desconocida. Me recostaré a la sombra de unos pilares de piedra, reinventando verbos vanos en tu memoria. Tus besos lejanos tendrán el sabor de viento seco y salado. Serás entonces una vieja certeza abandonada. Cerraré por fin mis ojos una siesta cualquiera y tu nombre jugará segundos en mis labios y en mis dedos, como un sonido hermoso, inefable que entra por la ventana y huye, antes de que nadie pueda reconocerlo.

Escala 2:100

“ An angry man, that is my subject” Ilíada, I, 1 Traducción de W.H.D. Rouse Cada palada, una herida en el vientre del río profundo, anchuroso. Con violencia medida, con una furia tranquila, el hombre contenido en el bote, avanzando en la tarde noche. El sol cayendo lerdo, anguloso. Al fin, la otra orilla. Los pies en el barro, arrastrar el bote unos metros tierra adentro. Los perros conocidos que se acercan a olisquearle los pantalones, las alpargatas. La casa allá arriba, al lado de un sauce viejo. Sale el otro, mate en mano, la otra mano a la cintura. -Cayó piedra sin llover. Le pega una chupada al amargo, cebado en un pomelo cortado a la mitad. -Lisandro- lo nombra el recién llegado. -Orestes- dice el otro. Se quedan parados, como midiéndose, unos minutos. El dueño de casa silba algo y se detiene enseguida, una melodía irreconocible, acaso inexistente. El visitante comienza a armarse un cigarro, como sin apuro. -Pero no te quedés ahí parado. Pasá, chamigo