Robert Frost
Soy cuidador de
una cabaña. La cabaña está bien adentro de una serie de bosques,
todos simétricamente alambrados. Hay una ruta que corre de Este a
Oeste, llegando al kilómetro mil novecientos setenta y dos, a mano
izquierda, hay una tranquera de fierro. Entrando por esa tranquera y
siguiendo el camino de tierra, unos quinientos metros más o menos,
está la cabaña.
Mi trabajo
consiste en mantener la limpieza y el orden, en ese orden de
prioridades. No es mucho: regar el parque y juntar las hojas cada vez
que hay viento, no más. Mi casa está unos veinte metros más allá
de la cabaña. Allí tengo mis pocas cosas: mis muebles, mi guitarra,
mis libros.
Los dueños de la
porción de bosque y de la cabaña son unos ingleses, un matrimonio
más bien joven. Ellos la compraron hará cosa de un año y medio ya.
Antes, era de una familia de rusos, ellos venían siempre: era una
familia numerosa, todos los fines de semana alguien cumplía años,
se casaba o celebraban algún aniversario. Ahora compraron otro lote,
más al Sur, según supe, algo más grande y más cerca del lago.
Ellos me ofrecieron llevarme, hacer el mismo trabajo allá, pero yo
ya estoy acostumbrado acá, a este trabajo en este lugar. Entonces,
vinieron los ingleses, los rusos hablaron con ellos y arreglaron que
yo me quedara, haciendo el mismo trabajo, con un sueldo más o menos
parecido.
Los ingleses
vienen poco. Algún domingo llegan a media tarde, toman un mate al
que le echan dos hasta tres cucharadas de azúcar, hablan de sus
cosas en su lengua y me dan alguna instrucción en su pobre
castellano: “Estos
geranias falta agua”,
esa clase de cosas. Después, dan un par de vueltas por ahí y se
van. Así, más o menos, son sus visitas oficiales.
Ahora, las otras.
Hará cosa de unos seis meses empezaron a ocurrir: siempre a mitad de
semana, siempre bien tarde, pasada la medianoche, cuando la única
luz prendida es la de mi casa, veinte metros allá atrás. La primera
vez fue un miércoles, la cupé venía despacio y yo enseguida supe
que no eran ellos (los ingleses siempre caen en una estanciera). Me
equivoqué a medias: él era él, ella era la que no era ella.
Ya el perfume era
revelador, delator. Tenía un pelo negro larguísimo, y la ropa, el
caminar, la delicadeza y la lentitud eran a las claras las de una
mujer que está cobrando por lo que hace y que sabe y mide cada cosa
que hace. El inglés ni me miró. Yo tampoco: agarré los cincuenta
pesos que me dio al saludarme y me volví a mi casa, unos veinte
metros al fondo de todo aquello.
La cuestión fue
repitiéndose cada siete, ocho días, ya bien entrada la noche.
Siempre lo mismo: la cupé despacio, la mujer morocha, los cincuenta
pesos por el silencio.
Durante un tiempo,
pensé sólo en esos cincuenta mangos, que al mes se hacían
doscientos, claro. Pensé en el valor de las cosas, en el precio que
cada persona le asigna a los objetos, a los actos, en el valor del
dinero, esas cosas. Para el inglés, pensé, todo estaba relacionado
directamente con el dinero. Para él, yo (mi trabajo) valía mil
seiscientos pesos al mes. Mi silencio valía unos doscientos (la
octava parte de eso). Esa mujer le saldría otro tanto parecido cada
encuentro. La suya, su mujer, no sé cuánto le habrá costado, si
más o menos que el bosque con cabaña y cuidador y todo.
De cualquier
forma, fui dejando esa plata aparte, sobre la alacena, allá arriba
para no verla, billete sobre billete de cincuenta. Esperaba la
decisión, entender lo que iba a hacer (si es que iba a hacer algo),
todavía no sabía qué: pedirle más plata, extorsionarlo, contarle
todo a la mujer, dejar que las cosas siguieran su curso natural.
Pensé mucho en
eso: en si había o no ese curso natural, si detrás de un hecho
seguía otro hecho atado a ese, si había consecuencias reales,
legítimas de las causas. O todas las cosas eran cosas aisladas,
alambradas, idénticas pero escindidas unas de otras. Pensé en cómo
el bosque se fue transformando, cambiando, cuadriculándose hasta ser
estos pequeños bosques alambrados. Cada uno lindando con otro, pero
ajenos entre sí, cada uno con su tranquera de fierro y cada uno con
su cabaña quinientos metros al fondo y la casa del encargado veinte
metros más allá. Pensé esto también: ya no conozco a los vecinos,
a ningún vecino.
Cuando llegaron
esa noche de miércoles lo fui encarando despacio. Seguro él
pensaría que yo iba por la plata, así pensaba él, así miraba las
cosas. Entonces, lo mismo de siempre, la misma escena hasta que la
mujer habló.
“Darlin”
no sé qué, dijo, y era una pregunta. El inglés se revisó los
bolsillos y yo miré a la mujer (ella tenía un cigarrillo en los
labios) y entonces yo me acerqué con el encendedor y lo prendí y
ahí la ví.
Era ella. No era
una prostituta, era la inglesita nomás, toda disfrazada y los labios
pintadísimos y un lunar dibujado y ese perfume de alguna otra.
Debajo de todo eso estaba ella. De puro atolondrado, casi le quemo
las pestañas. Ella sonrió y él se rió también y yo me fui para
el fondo. De vuelta a pensar.
Le fui tomando
medio odio al inglés, entonces: venir a agregarme un trabajo así,
del cuerpo y sobre todo de la cabeza. No porque yo lo estuviera
juzgando, lo que me molestaba era otra cosa, no sé cómo decirlo:
que me hiciera ser parte de eso, pero mirándome como desde arriba,
no sé. Entonces los cincuenta mangos no eran para mi silencio,
venían a ser como el precio que pagaba yo (no él) por estar ahí,
por ser un espectador y actor de reparto de esa cosa.
Ese domingo
escuché la estanciera llegar a la siesta, pero no me dejé ver. Me
quedé y desde la ventana los veía, sentados, meta mate dulce y
conversando: ella divagando, el pelo amarillo bien corto; él
escuchando, los ojos chiquitos, soñolientos.
No soy un tipo que
se desvele por la plata. Por otras cosas sí, pero por la plata nó.
De hecho, los rusos, me ofrecían casi el doble de lo que ganaba con
ellos (y gano) acá. Pienso en el dinero como en un mal necesario, un
medio para un fin, un algo para algo. A lo que verdaderamente aspiro
es a la paz, la tranquilidad: el sereno hacer diario y el descanso
después, así, sin fisuras.
Ocho días más
fueron esta vez. Cuando vi el lento arrimase de la cupé ese jueves
ya sabía lo que iba a hacer, ya tenía los mil doscientos cincuenta
pesos en el bolsillo para devolvérselos así nomás, sin decirle
nada, que él solo entendiera, ellos solos.
Bajó él, y antes
de que bajara ella yo lo fui a encarar con la plata ya en la mano,
con las palabras ya preparadas. Pero entonces ahí, al momento de
hablarle, bien cerca, le vi el rostro y entonces entendí, terminé
de entender o empecé a entender, no sé.
Esta vez este
inglés no era el inglés, no era él: era un tipo parecido, muy
parecido, idéntico casi, pero no era él. Este se vestía igual,
caminaba igual y era rubio y todo pero la cara era distinta, mas
filosa, huesuda, y la nariz era más grande y chata, los ojos azules
lo mismo que él pero más grandes, más despiertos.
La cuestión me
volvió a descolocar, no sabía qué hacer. Pero ellos sí. El tipo
ese me puso una mano en el hombro, siempre sonriendo. Y entonces hubo
una cosa nueva: ahora ella fue la que abrió su bolso y me alcanzó
el billete despacio. Después se dijeron algo y volvieron a reírse
mientras iban entrando a la cabaña.
Entonces yo
aproveché y me fui despacio a mi casa, veinte metros más allá de
eso que estaba pasando ahí, a dormir. Antes, junté el billete que
me dio la mujer (éste era de cien) con los demás y los dejé sobre
la alacena, allá arriba para no verlos.
Era tarde ya.
Tenía sueño, la cabeza y el cuerpo cansados.
Ya habría tiempo
para pensar.
De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).
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