Ilíada,
I, 1
Traducción
de W.H.D. Rouse
Cada palada, una
herida en el vientre del río profundo, anchuroso. Con violencia
medida, con una furia tranquila, el hombre contenido en el bote,
avanzando en la tarde noche. El sol cayendo lerdo, anguloso.
Al fin, la otra
orilla. Los pies en el barro, arrastrar el bote unos metros tierra
adentro. Los perros conocidos que se acercan a olisquearle los
pantalones, las alpargatas. La casa allá arriba, al lado de un sauce
viejo.
Sale el otro, mate
en mano, la otra mano a la cintura.
-Cayó piedra sin
llover.
Le pega una
chupada al amargo, cebado en un pomelo cortado a la mitad.
-Lisandro- lo
nombra el recién llegado.
-Orestes- dice el
otro.
Se quedan parados,
como midiéndose, unos minutos. El dueño de casa silba algo y se
detiene enseguida, una melodía irreconocible, acaso inexistente. El
visitante comienza a armarse un cigarro, como sin apuro.
-Pero no te quedés
ahí parado. Pasá, chamigo- reacciona el visitado.
Entran.
La casa es un
rancho con techo a dos aguas. Dos piezas. En realidad, una pieza
dividida, simbólicamente, por una frazada extendida sobre un alambre
que corre de punta a punta de la habitación.
El dueño de casa
hace un ademán amplio, haciéndole entender que puede sentarse,
acomodarse donde quiera. El recién llegado parece dudar, finalmente
se sienta en la silla más cercana (un cajón, una jaula verdulera
con unas cinchas arriba).
-Está acá- dice,
como escupiéndolo.
El otro ceba un
mate, sin dejar de mirarlo.
-Si está acá,
decís.
-No te hagas el
boludo, Lisandro- se levanta, nervioso, el otro suspende el mate, se
contiene-. No te estoy preguntando- tira el pucho al suelo y lo
pisa-. Te lo estoy diciendo: Está acá.
El otro ha de
estar pensando: Y
si sabés que está acá, para qué carajo preguntás.
Pero no le da el cuero ni la cara para decir eso, ahora.
No dice nada. Hace
un gesto afirmativo, un gesto ambiguo, pero al fin y al cabo
afirmativo. Se encoge de hombros, admitiendo.
El visitante
(despacio, aunque nó amenazante) avanza hacia él, rodeando la mesa
(una tabla montada sobre dos caballetes). El dueño de casa da dos
pasos en el mismo sentido, hacia la puerta.
Sale, tira la
yerba junto al sauce. La noche cae rápido ya, la última luz se
desparrama vagamente sobre el río.
Cuando entra, el
otro está junto a la puerta, a su izquierda. Está armando otro
cigarro, la vista fija en la frazada (una frazada verde oscura, casi
sólida de hollín, grasa).
El dueño de casa
avanza hacia el fuego, la cocina rudimentaria (un tanque de chapa de
doscientos litros con una puerta, un depósito y un tiraje), pero
rodeando la mesa por la derecha. El visitante da unos pasos en la
misma dirección y se queda parado en el mismo lugar en el cual se
estacionó al llegar.
Han dado una
vuelta completa alrededor de la mesa.
Cebado el mate, le
alcanza uno. El visitante avanza, recibe el mate y le pasa el
cigarro. El dueño de casa acepta el armado. Lo enciende con un tizón
que saca del fuego.
Después de tomar
el mate, el visitante lo devuelve y va armando, baqueano, otro
cigarro, éste para sí mismo.
Fuman,
silenciosos, ceremoniosos.
El mate va y
viene, da varias vueltas. El agua se lava, pero el dueño de casa no
lo arregla.
Por fin, el
visitante, tira el cigarro al suelo, piensa en pisarlo, pero lo deja
así nomás.
-Bueno, me voy a
ir yendo, Lisandro- dice. Mira hacia afuera, la noche cerrada-. Ya es
tarde- sentencia.
El dueño de casa
lo mide, desconfía.
-Mirá,
Orestes...- se apresura a decir, pero se detiene, no termina la
frase, no sabe cómo.
El otro hace una
mueca, acaso de fastidio, de cansancio, de alivio.
Antes de salir, le
dice:
-Esa yegua te vino
a traer desgracia, Lisandro. Metió la perdición en esta casa apenas
pasó por esa puerta.
Sale.
El frío se va
levantando lerdo del río, sube por los pies, enfría el cuerpo, la
cabeza.
Empuja el bote y
éste sale, rompiendo su sueño, lanzado río abajo. Da varias
paladas, muchas, rápidamente, diez, cincuenta, cien, sin dejar de
mirar el fondo del bote. Ya lo suficientemente lejos, alza los ojos.
Allá atrás,
brilla una lucecita, que titila suave, sube y baja en el ondulante
horizonte.
Entonces (antes
nó) piensa en la mujer.
La imagina
silenciosa, secreta detrás de la frazada verde, haciéndose
chiquita, aguantando la respiración, intentando desacelerar los
latidos de su corazón, que le abomban las sienes, queriendo hacer
callar esos otros latidos, más leves, los del hijo que ya lleva
dentro suyo.
A Guille Levy
De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).
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