La foto
De izquierda a
derecha. Parados: Pablo Briones (mejor conocido como “el
Loco Canción”),
el Carucha (orejón, los ojos siempre entrecerrados), los mellizos
Juan y Santiago Del Pozo, el chileno Harold (que le decían
“Chileno”,
por la tonada, se había criado en Mendoza), Facundo Parra, Matías
Montenegro (el “Rulo”),
el “Nene”
Sapienza, Hugo Miranda y yo (el único con saco y anteojos negros,
claro). Sentados: Hernán Paillalef, Lalo Briones (primo de Pablo),
Juan Pannunzio (el “Pibe
Palangana”),
Samuel Santana, el Juanca Di Lorenzo con su hijo de siete años
(idénticos, calcados), el “Chita”
Martínez y Manuel Tadeo Jiménez.
Todos estos
nombres están más o menos cambiados, más o menos inventados (menos
los apodos). Mejor así, para que no estorben.
Para que no me
ganen la bronca o la tristeza, para que haya una distancia entre esas
personas y yo ahora, al hablar de ellos y de esos tiempos.
La llegada
Llegué a Cabo
Esperanza en pleno verano, un 23 de febrero. Hacían 47 grados a la
sombra. Esperanza era el África.
Me recibió un
chango orejón y casi sin cuello que se presentó como Marcelo: “El
Carucha, bah”,
se rectificó. Luego, sabría que era llamado por todos los
apelativos derivados de ese apodo: Cara, Carita, Caripela, Trucha. De
todas esas variaciones, elegí esta última, quizá porque la escuché
una sólo una vez y en boca de una mujer que aparecía de vez en
cuando por el Club (“la
hermana”,
decían
sonriendo sospechosos los pibes).
No me presenté,
no hacía falta. Yo era el que era y se suponía que en todo el
pueblo ya lo sabían. Le alcancé mi bolso y, ya con las manos
libres, me prendí un pucho.
-Mierda que hace
calor- largué con un suspiro.
Me miró con esa
casi sonrisa suya y ese brillo en los ojos que después se me iba a
volver tan odioso. Me dijo:
-Mejor se me va
acostumbrando, jefe.
La leyenda
El “Rengo”
Rodrigues y las versiones que circulaban acerca de:
-su origen,
-su renguera,
-su fortuna,
-sus hijos,
-su club.
O, mejor
ordenados, así:
-su origen/ sus
hijos,
-su fortuna/ su
club.
Queda la renguera:
lo volteó un redomón; tuvo un ataque y se le murió medio cuerpo;
progresivamente recobró el control de todo menos de parte de la
pierna izquierda.
Sobre su fortuna.
La versión vox
populi
(y vox
dei,
claro) se reduce a un solo y sonoro elemento: el juego.
De cómo se
convirtió “de
la noche a la mañana”
(literalmente hablando) en dueño del “Deportivo
Panacea”,
la versión más aceptada es la de que se lo ganó al turco Medina
(nieto del fundador del club) en un truco mano a mano, con una falta
envido ganada con 23 (contra las 22 del turco).
Varios testigos
(entre ellos, el “zurdo”
Gracián López, comisario del pueblo) y la fuerza pública
(encarnada en este mismo individuo) formalizaron prácticamente in
situ
el traspaso de manos del club.
Que nada podía
saber de fútbol ese hombre, era cosa por todos conocida. Pero fue
unánimemente aceptado, como fue aceptado desde siempre cada
movimiento de tablas de ellos, los notables, los bien apellidados de
Esperanza.
El “Rengo”
Rodrigues tenía todo (nobleza, notabilidad, apellido). Menos el
dinero, lo que al turco Medina le sobraba.
El club
El “Deportivo
Panacea”
contaba (por toda instalación deportiva) con un estadio de mil
quinientos metros cuadrados, el “Martiniano
Habad Medina”,
nombre de su fundador. Fuera de eso, en los papeles, nada. Aunque
todo el mundo sabía que el bar de Lucio Jiménez (padre de Manuel
Tadeo Jiménez, el capitán del equipo) hacía las veces de buffette
y a veces de vestuario. Las concentraciones eran en la trastienda,
donde también se llevaban a cabo las juergas del “Rengo”
Rodrigues, que solían durar hasta tres, cinco días.
Lucio Jiménez era
un tipo tranquilo, sabedor de las leyes, escritas o nó.
Mi nuestro
primer gol
Dice el suplemento
deportivo del “Heraldo”
de Cabo Esperanza del día lunes 7 de Marzo de 1983: “Los
que aún albergaban cierta fe de que con la llegada de un nuevo
director técnico (que, pese a sus últimas campañas fallidas con
diversos clubes del conurbano y del interior, ostenta un nombre
lustroso) las cosas cambiaran, tuvieron que guardar esa fe para otros
tiempos y volver a refugiarse en la resignación, la conformidad. La
parcialidad panaceica, que ayer domingo llenó una vez más el
estadio “Martiniano
Habad Medina”
vio cómo su equipo (diezmado desde la migración del último de sus
jugadores estrella y emblema del equipo, José Luis “el
Pardo”
Pereyra) apenas lograba empatar con un agónico gol de cabeza en
tiempo de descuento de Juan Pannunzio (mejor conocido como “el
Pibe Palangana”).
Este punto,
arañado, rescatado de la nada, más por distracciones ajenas que por
virtudes propias, podrá esperanzar a algunos ilusos, a los ingenuos
que se dejarán convencer por la verborragia del nuevo entrenador y
la vocinglería del avenido presidente del club. La realidad (lejos
de esas apariencias) es que el funcionamiento del equipo deja mucho
que desear: la zaga central hace agua con las pelotas cruzadas, los
carrileros van pero tardan en volver o directamente no vuelven, el
medio es tierra de nadie (el “Nene”
Sapienza ya no es el de antes, se lo ve lento, llega tarde), los
delanteros atacan desordenados (todos por afuera o todos por
adentro).
En suma, el
flamante entrenador del “Panacea”
deberá hacer algo más que floridos discursos para que este remedo
de equipo salga adelante. Debemos recordar que se deberán completar
al menos 24 puntos para no quedar en zona de descenso directo. Se vio
fuerza, entrega, empeño y la consabida cuota de suerte que permitió
el empate y “un
punto es un punto”
(aunque sea de local y en estas condiciones).
Pero los
amantes del orden y del buen juego seguimos esperando tiempos
mejores”.
El equipo
Lo primero que
hice fue subirlo al “Nene”
Sapienza, sacarlo del mediocampo. Es cierto, estaba lento. Su
velocidad iba en desmedro de su experiencia: la intuición le decía
dónde tenía que pararse, dónde iba a armarse el juego, pero si
fallaba, no le daban las piernas para recuperarse. Lo puse de
enganche, sin mayores obligaciones de marca. Para correr, los tenía
a los pibes.
Esto me significó
mover al resto del equipo. De nueve neto lo puse al pibe Pannunzio
(que le decían “Pibe
Palangana”,
nunca supe por qué). Y de doble cinco, los mellizos Del Pozo. Uno la
fuerza, el otro la precisión: los dos me hacían un Sapienza en sus
mejores tiempos. De capitán lo dejé a Tadeo Jiménez, mejor era no
meter mano ahí. El resto se fue acomodando, cada uno estaba bien
donde estaba.
Una vuelta,
después de un fulbito en un entrenamiento, viene el “Nene”
Sapienza.
-Estuvo bien,
Jefe- me dice. Era un tipo recio, serio, de los de antes.
Con los mellizos
fue más difícil. Al tiempito nomás, cae la madre, pidiéndome que
ponga sus dos hijos adelante, uno por derecha y el otro por
izquierda. “Los
delanteros hacen más goles, los goles valen plata, los delanteros
ganan más plata”,
me dijo, flor de silogismo.
Pasa que cómo
explicarle a la vieja que lo incorrecto era la primer premisa, que
los delanteros hacían goles, sí, cosa que ninguno de sus dos hijos
lograría hacer dentro de ningún esquema de razonamiento, nunca, ni
al arco iris.
El equipo, de
memoria, quedó así: Briones; Martínez, Jiménez, Di Lorenzo,
Montenegro; Del Pozo, Del Pozo, Santana; Sapienza; Harold y
Pannunzio.
Otra cosa: todos
en el Club habían nacido en Esperanza, menos el Carucha.
La temporada
Después de los
cambios las cosas empezaron a andar mejor. La defensa estaba firme,
los laterales se proyectaban. Los mellizos Del Pozo eran dueños
absolutos del mediocampo. El “Nene”
Sapienza estaba bien de enganche, jugaba y hacía jugar. Y el pibe
Pannuzio la rompía, la descosía: estaba para otras cosas, grandes
cosas.
A mediados de año
y terminada la primera ronda, íbamos terceros en nuestra zona. No
sólo ya habíamos sacado al equipo del descenso directo sino que lo
metimos en la pelea de los de arriba. La gente estaba loca,
enloquecida. Los mismos diarios que antes nos condenaban, ahora nos
sacralizaban. Yo, que sé lo que es estar bien arriba y después en
lo mejor ver cómo te venís abajo, los dejaba hacer.
Lo importante era
no romper la racha. Seguir ganando (o al menos, no perder mal), salir
campeones y después ver si algún club más o menos grande se
acordaba de mí. Y llevármelo al pibe Pannunzio, claro. El
campeonato era el boleto de entrada. Pannunzio era la garantía por
un año o dos.
Salir terceros en
nuestra zona significaba clasificar directamente a la segunda ronda,
sin repechaje. Ahí era todos contra todos y el que hacía más
puntos ganaba. El argumento de ese sistema era que no habría una
final propiamente dicha, con todo lo que eso conllevaría
(enfrentamientos, tumultos, grescas, operativos policiales). El
posterior desarrollo del torneo demostró la falacia, la inutilidad
del sistema.
Llegamos al último
partido, a fin de año, un punto abajo del “Ganges
FC”,
que iba puntero. No había partido desempate y ellos tenían más
goles y mejor diferencia de gol.
Era ganar o ganar.
El día de la
tradición más triste
El jueves 10 de
noviembre, feriado, me fui a verlo al Rengo. Yo esperaba
encontrármelo con sus amigos en el Club, en su oficina, despacho o
como se llame ese su lugar, tomándose algún whisky carísimo y
fumándose algo importado. Para mí era una suerte de playboy de
pueblo aburrido, que presidía un Club como el nene que inspecciona
las posibilidades de un juguete nuevo. Las comidas en la Sociedad de
Fomento, sus obscenas mesas de póker, esas putas cuyos servicios
valdrían lo equivalente a un sueldo.
Nada de eso.
-Debe de estar en
lo de Jiménez- me dijeron.
Allá me fui. Me
lo encontré solo, en una pieza del fondo. “Pase”,
dijo una voz lenta, lustrosa. Estaba ahí, las persianas bajas, los
pies sobre la mesa. Sin tomar nada, sin fumar nada, ahí nomás.
-Cómo dice que le
va, maestro.
No supe si había
o nó algo de ironía en el tono. Le respondí con una mueca.
-Qué le anda
pasando, amigo.
Amigo, Jefe,
Maestro, Señor, todos los vocativos posibles menos mi nombre, qué
raro eso.
Me quedé pensando
en eso. No me dio tiempo a responder.
-Pero qué
descortesía la mía, che- se enderezó-. Siéntese nomás, quiere
tomar algo.
No fue una
pregunta, no respondí. Me senté. Él, parsimonioso o pachorriento,
se levantó. Me alcanzó un vaso, lo llenó y después llenó uno
para él. Ni amagó a subir las persianas. Hablamos así, en la
penumbra.
-Mire, Rodrigues-
lo quería ir llevando de a poco- vine a verlo para hablar de la
final, que es ahora en diez días.
-La final, sí-
pegó un trago. Se metió la mano al bolsillo de la camisa y sacó un
atado de Imparciales. Se prendió uno. Yo me prendí uno de los míos,
sin darle tiempo a que me convide.
-Digo, ahora el
domingo jugamos la final y hacen falta algunas cosas.
-Cosas, sí- él
quería que yo dijera todo.
-Cosas, sí-
repetí.
Hizo un gesto de
infinito cansancio.
-Qué cosas.
-Cosas. Para los
jugadores, para el equipo, para el Club.
Se puso serio.
Hizo una pausa demasiado larga, a propósito.
-Usted maneje el
equipo- dijo, al fin-. Del Club me encargo yo- y completó-: Los
jugadores que se encarguen solitos de ellos mismos.
Me quedé duro,
ahí fumando, mirándolo. Sonrió, insólito.
-Aparte no hay
plata, che- se le iluminó la cara con la sonrisa-. Mire con la ropa
que ando, mire lo que es todo esto- hizo un amplio ademán.
Yo ya no sabía si
estaba delante de un magnate, un buscavidas o un impostor. Todo eso.
Yo, que venía a sacarle plata, contactos, información, algo, me
quedé pensando, no sabía qué decir.
Él lo supo, casi
al instante.
-Vea Sobarzo,
usted cumpla su papel y yo el mío –le pegó una larga pitada al
pucho-: De eso se trata, al final…
Y fue aplastando
el pucho despacito contra la mesa.
Qué negocios
llevaba detrás del fútbol (yo, un tipo vivido, con experiencia, no
los veía, ni la sombra de eso), qué plata sostenía el equipo,
adónde carajo iba el aporte de la Federación. Pero (estaba clarito)
de él no iba sacar nada.
Lo saludé en
silencio con un movimiento de cabeza que él devolvió, con los ojos
ya entrecerrados.
Eran como las
tres, había ese sol fulminante, cegador de Esperanza, y yo con un
gusto amargo, premonitorio en la boca.
La final el fin
Después de eso,
la debacle, claro, qué más. Qué fuerza, qué fe te va a sostener
cuando te sentís así, en el aire, cuando no sabés que suelo estás
pisando.
Yo era el guía
ciego de un rebaño de ciegos. Ellos si se dieron cuenta no sé.
Llegamos al último
partido (el domingo 20 de noviembre de 1983) con un par de bajas: el
“Chita”
Martínez con una distensión en un aductor, no llegó y lo cambié
por un pibe de la reserva; el “Rulo”
Montenegro, rotura de ligamentos cruzados, afuera por lo menos por
tres meses; y el pibe Pannunzio (justo el pibe Pannunzio) con el
tobillo izquierdo inflamado. Parecía una pavada, pero los días
pasaban y no mejoraba. El viernes, antes de la concentración, lo
tenía a la miseria. Hubo que infiltrarlo, no quedaba otra.
Ese domingo, esa
tarde, fue directamente meterse en un horno. Hasta entonces, habíamos
estado apenas en los arrabales del calor. A las cuatro y media, el
partido no empezaba. Los jugadores, la gente, los perros, los
pájaros, todos nos derretíamos minuto a minuto. El árbitro dio el
pitazo y arrancamos.
Los primeros
veinte minutos íbamos bien. El “Nene”
Sapienza jugaba, paraba la pelota, la distribuía, dispensaba
tranquilidad al equipo. Los apretábamos. No bajábamos de tres
cuartos de cancha. Un pelotazo del chileno Harold pasó besando el
travesaño. Y yo me daba el lujo de tenerlo al pibe Panunzio en el
banco, por si las papas quemaban.
Pero el caldo se
fue poniendo espeso. Ellos sabían que, jugando, nosotros éramos
mejores. Fueron ensuciando el partido. El “Nene”
se comió una mano fea, le quedó el ojo hecho un muñón; a uno de
los mellizos Del Pozo (no sé a cuál) lo bajaron sin pelota, quedó
afuera un rato largo recuperando el aire. El árbitro los dejaba
hacer, lo más tranquilo.
Terminamos el
primer tiempo contra nuestro propio arco, revoleando la pelota lo más
lejos posible.
Y el calor no
aflojaba. Aquello sólo podía empeorar, los jugadores parecían
entregados. Lo miré al pibe Panunzio. “Andá
calentando”,
le dije, “que
entrás en el segundo”.
Dí un par de
instrucciones vagas a los demás (“no
rifen
la pelota”,
“abran
la cancha”,
cosas de cajón). Al pibe, una mano en el hombro, bajito, le dije
otra cosa, pero del mismo orden: “Hacé
lo que sabés, nene. Descoséla”.
Me prendí un
pucho, el millonésimo. El árbitro ya estaba en la mitad del campo.
Los otros iban entrando. Los nuestros igual. Entonces, lo veo al
Carucha que se le va acercando al pibe Panunzio. Le dice algo, lo
arenga y después, antes de volver al banco con su sonrisita
intrigante, se besa la palma de la mano y le palmea (con esa misma
mano) la pierna izquierda, la infiltrada.
Ahí fue cuando
entendí, intuí el final. Y no hice nada para detenerlo, qué iba a
hacer.
A la primera nó,
a la segunda pelota que tocó el pibe Panunzio, vino uno, lo enganchó
y le llevó puesta la pierna izquierda, con tobillo y todo. Lo
sacaron revolcándose del dolor, se lo llevaron así nomás al
hospital. Al otro lo echaron, sí, pero no era parejo: ellos
perdieron un jugador, nosotros la última esperanza.
Yo ya no miré el
partido, ya sabía cómo iba a terminar todo. Me dediqué a terminar
prolijamente el atado de cigarrillos, metiéndome ese calor
insoportable adentro del cuerpo por la garganta lastimada. Nos
echaron a uno, o a dos, no sé, con cualquier excusa. Los ví
sentarse callados en el banco, desahuciados. Adentro, el “Nene”
Sapienza, prácticamente tuerto, ciclópeo, intentaba inútilmente
una y otra vez armar una jugada, un avance.
A falta de cinco
minutos, una jugada cualquiera, un roce, una caída exagerada y lo
clásico, un penal inventado para ellos. Gol del “Ganges”
y el árbitro pitando el final del juego ahí nomás sobre el pucho,
para qué seguir.
Ese final ya
estaba escrito mucho antes de que los equipos entraran a la cancha.
La diáspora
Todos se fueron
(nos fuimos) más o menos desbandando.
El “Nene”
Sapienza jugó un par de años más en otros clubes, para despuntar
el vicio, hasta que el físico le dijo basta. El pibe Panunzio,
después de una larga recuperación, esbozó un regreso, pero esa
pierna habría precisado una operación definitiva, en la Capital. En
Esperanza lo había visto, se la había “arreglado”
un huesero. Le quedó un andar indeciso, asimétrico. Ya no fue nunca
más el mismo. Tenía la fuerza, el temple, pero había perdido el
instinto, la chispa.
Yo me quedé unos
tres, cuatro meses más en el “Panacea”.
Había renovado por dos años, pero los resultados no acompañaron.
Un par de pibes, los más prometedores, se fueron buscando otros
horizontes, otro horizonte o, cuando menos, algún horizonte,
cualquiera, cosa que en Esperanza era imposible. Me rescindieron el
contrato. Me volví a la Capital, me dediqué a dejar pasar los días
de ese año y el siguiente solo en mi departamento, saliendo apenas
lo imprescindible: cobrar mi cheque mensual y comprar comida, vino,
cigarrillos.
Y el “Carucha”,
supongo que si no se murió y se fue de cabeza al infierno, todavía
debe estar viviendo en Cabo Esperanza, ese infierno más infierno
(porque mientras más chico, más infernal).
A veces todavía
me parece estar viéndolo, orejón, casi sin cuello y con ese brillo
odioso en los ojos. Seguro seguro todavía debe estar ahí mismo,
vuelta y vuelta quemándose despacio en ese infierno ese hijo de mil
putas.
De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).
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