Soy escritor.
Pienso que ser escritor es, primerísima e insoslayablemente, pensar
como escritor, subordinarse una y otra vez a la ardua labor de ser
escritor, mirar la vida veinticuatro horas al día con ojos de
escritor. Soy escritor y tengo un dilema. Un dilema de orden
epistemológico, llamémoslo así. La vida se me presenta
indistintamente con rostros trágicos o cómicos, a veces funde ambos
en un solo híbrido horroroso, y otras (cada vez las más comunes) me
enseña los hechos llanos, desprovistos de rostro alguno, como
invitándome, incitándome a estamparle alguno yo mismo.
Veo la vida como
una colección de escenas sueltas, exentas de argumento. Como una
película casi muda, de actores impávidos, una película a la cual
hay que agregarle una música de fondo arbitrariamente adecuada. Y no
hay preludios ni epílogos. Todo es urgente, todo es acto.
Por caso, esta
mañana salgo de casa y voy hasta la terminal del colectivo. A
propósito, es necesario aclarar que ya está construida la nueva
terminal (a unos tres kilómetros de la vieja) y que está cercana la
fecha de su inauguración. Lo cual no es en absoluto un dato menor,
ya que este detalle es lo que signa fatalmente el ambiente en el cual
van a desarrollarse las acciones del relato. La terminal, que pronto
será (y de algún modo ya es) la vieja terminal, está virtualmente
despoblada: los negocios, los vendedores ambulantes, hasta la policía
misma, ya se han trasladado a la nueva terminal. Prácticamente, aquí
sólo venimos los pasajeros.
Pero no estamos
totalmente solos. Reemplazando a la vieja población estacionaria ha
surgido un grupo de vagabundos, borrachos, desempleados. Descastados,
en una palabra.
Estoy sentado,
esperando el colectivo. Tengo un libro en el bolso, pero no me animo
a sacarlo y leer. No me animo a bajar la vista ni la guardia. Voy
pasando revista de las personas presentes en la gran sala de espera,
aunque creo que el único que espera algo allí soy yo. A unos cinco
metros a mi derecha hay una familia (o lo que yo supongo una familia)
compuesta por el padre, la madre y tres hijos, los tres varones, los
tres con los mocos pendiendo de sus narices como estalagtitas. A mi
izquierda, tan sólo a dos butacas de distancia de mí, hay un tipo
acostado, aunque no en esas butacas, sino redondamente en el suelo.
Es petiso, morocho, lleva una remera musculosa que alguna vez tuvo un
color preciso, hoy indefinido. El pelo, horrorosamente tijereteado,
le oculta parte del rostro. Por último, atravesando el salón,
solitario y recostado (este sí) sobre las butacas, duerme otro
sujeto, rubio, barbudo, de una talla descomunal, aunque tan
desaliñado como el otro.
Miro la hora en el
reloj de la terminal, lo único que sigue funcionando en el lugar. El
colectivo lleva cinco minutos de retraso, pero como suele llegar
siempre veinte minutos tarde, ello significa que deben quedarme
aproximadamente unos quince de espera. Trato de matar el tiempo, miro
por los ventanales a la calle, prácticamente desierta, pienso que la
próxima vez mejor voy a esperar a un café, alguno que esté abierto
a las cinco y media de la mañana, claro.
De repente,
percibo un movimiento a mi lado y veo al petiso que se revuelve en el
suelo, como si estuviese padeciendo una pesadilla. Entonces, pega un
grito enorme, casi animal, y se despierta. Se despereza con
displicencia. Aún acostado, mira el techo y bosteza lánguidamente,
como si se hallara en la suite de un hotel y no en el suelo de una
terminal.
Lo veo ahí tirado
y pienso que es un buen principio para un cuento: un hombre (borracho
o linyera) se despierta en una estación de colectivos y, bueno,
después le pasa algo, no sé, cosas, algo interesante. Algo insólito
o levemente inquietante. O quizá algo trivial para él pero terrible
para el lector. O mejor no, mejor sería que lo interesante, lo
relevante, hubiere sucedido antes: un hombre se despierta en una
terminal de colectivos y descubre que le han robado todo, hasta la
ropa, que lo han vestido con una remera musculosa toda roñosa y que,
además, le han cortado el pelo con un pedernal.
Pienso en el
principio de “La
metamorfosis”,
de Kafka, en Gregorio Samsa despertándose convertido en cucaracha,
pero el petiso no me da tiempo para más. Se incorpora, se corre el
pelo de la cara y me deja ver sus ojos demasiado juntos, la nariz de
un rojo encendido y un bigotito de bagre, como garabateado. Me pide
un pucho con un gesto y yo, con otro, le hago entender que no fumo,
que no tengo cigarrillos o que no le doy. Que no, en una palabra.
Sonríe, pasa delante mío y le hace el mismo gesto al padre de la
familia que está a mi derecha. Ellos, los cinco, le dan vuelta la
cara y el petiso vuelve a sonreír. Entonces, ve al otro tipo, al
barbudo, acostado en las cinco butacas de enfrente, me dirige una
mirada cómplice y avanza hacia él, despacio, casi en puntas de pie.
Se para a un paso
de distancia del tipo y desde allí vuelve a mirarme, como pidiendo
mi aprobación o mi permiso, o tan sólo corroborando mi asistencia a
la escena, como si de alguna forma estuviésemos juntos en ella.
Coloca la mano a un palmo de distancia de la nariz del barbudo y la
hace bailar, todo eso sin dejar de mirarme y de sonreír.
Entonces, yo
quiero estar en otro lado, en cualquier parte menos allí. No quiero
ser parte de eso, ni siquiera atestiguándolo. Miro a la familia al
lado mío y los veo sonriendo como alelados, todos con el mismo gesto
y la misma postura (hacen, todos, todo al mismo tiempo), siguiendo el
baile de la mano del petiso.
Quiero irme,
comienzo a abandonar la idea de transformar aquello en un cuento,
siento que es demasiado grotesco, demasiado patético. Ningún texto,
ninguna estructura lo resistiría. Esto es carne cruda. Le falta sal,
le falta gracia.
Miro la hora en
aquel reloj y advierto que es la misma desde que llegué, claro,
porque no funciona, está fuera de servicio, como todo en la maldita
terminal. Sin embargo, afuera todavía está oscuro, no deben ser más
de las seis menos cuarto. Vuelvo la vista inevitablemente hacia el
petiso y tiemblo. Está introduciendo dos dedos en el bolsillo del
pantalón del barbudo, que aún duerme. Quiere hacerlo con sigilo
pero la mano le tiembla, tirita incontrolablemente. Al fin, parece
pescar algo, lo que supongo un billete o una moneda, no sé, y saca
la mano, pero con ella sale también disparada una sarta de objetos
mínimos, todos especialmente escandalosos. Caen al suelo produciendo
un estrépito que el eco del salón se encarga de multiplicar
infinitamente. Varias moneditas de escaso valor, clavos, tornillos,
una pila, insólitos lápices de colores aterrizan en el suelo,
rebotan, aturden al petiso, a la familia, a mí y, por supuesto,
despiertan al barbudo.
Fue cosa de un
segundo o quizá menos. El barbudo estiró la mano izquierda y agarró
al petiso del cuello y comenzó a golpearlo con la derecha
directamente a la cara. Mientras se incorporaba, seguía golpeándolo:
una, dos, tres, cien veces, perdí la cuenta. El petiso cayó al
suelo, se le resbaló de las manos al barbudo, que aprovechó para
comenzar a patearlo salvajemente, como si fuese una bolsa de
cebollas.
Entretanto, yo
presencio la golpiza atónito. Miro a la familia que babea
boquiabierta siguiendo la constante trayectoria del pie derecho del
barbudo, que se incrusta una y otra vez en el estómago del petiso.
Entonces siento que debo hacer algo, no sé, detener al barbudo antes
de que sencillamente asesine al petiso o avisar a la policía. Sin
darme cuenta, me levanto y me voy acercando a ambos, golpeador y
golpeado.
El petiso parece
muerto, se contrae ante cada golpe como por un reflejo. El barbudo
sigue pateándolo fuera de sí, como poseído. Me acerco un poco más
y le hablo despacio, una o dos veces, pero no me escucha. Así que
apoyo muy lentamente la palma de mi mano derecha en su espalda.
Entonces, el tipo se detiene como fulminado. Se da vuelta y me mira
como volviendo en sí, como volviendo al mundo de los hombres. Luego,
se inclina y comienza a juntar, con una delicadeza extrema, sus cosas
del suelo. Se las mete al bolsillo y vuelve a sus butacas, a dormir
de nuevo supongo.
Yo miro al petiso,
enrollado en el suelo como una manguera, sangrando por la nariz, por
la boca, por las orejas, por todas partes. Lo muevo un poco con el
pie, pero no reacciona, así que, sin saber bien qué hacer, regreso
a mi butaca. Me siento y sigo aguardando ese inaudito colectivo, cada
vez con menos esperanzas.
Pienso en posibles
argumentos, otra vez. Un hombre espera el colectivo (o un tren, o una
mujer, cualquier cosa) que nunca llega. No, eso está muy usado.
Otro: un hombre viaja en un tren o colectivo del que nunca puede
bajarse. Ese es un poco mejor, aunque básicamente es la misma idea
del primero. Y pensándolo bien, tal vez sean los únicos argumentos
(o arquetipos de argumentos) posibles, a saber: la historia de un
alguien que desea, o bien iniciar, o bien terminar algo.
Y además, claro,
pienso en otra posibilidad, la tercera posibilidad, que constaría de
alguien haciendo efectivamente algo, sin la necesidad explícita de
comenzar o concluir. Sencillamente haciendo.
Pienso en un
hombre, en una estación, esperando por esperar, sin ánimos de
desentrañar el objeto o los inicios de la espera, sin ansias
siquiera de culminar, sólo esperando. Alguien (Borges creo, o tal
vez Beckett) escribió que un hombre es, apenas, sus circunstancias.
Algo me distrae.
Alzo la vista, que hasta entonces tenía clavada en mis zapatos, y
entonces veo al petiso, con la cara contorsionada en una mueca
deforme a causa de la paliza recibida, inclinado nuevamente sobre el
barbudo que duerme, introduciendo otra vez los dedos ganchudos en el
mismo bolsillo. Yo tiemblo, me siento íntimamente abrumado ante la
repetición de un acto que ya como único me parecía una aberración.
Adivino toda la secuencia recurriendo una infinidad de veces,
eleáticamente, todo el tiempo. Me siento un vago actor secundario en
una escena que continuará sucediendo aún después de mi partida.
Pero no, la
realidad bruta, irregible, me sorprende y me aplasta de nuevo. El
petiso no falla esta vez. Providencialmente pesca la moneda en el
bolsillo del barbudo, que sigue durmiendo como si nada, y luego
retrocede un poco, como calculando el alcance de esos brazos, cuya
potencia ya conoce en carne propia. Se da vuelta y me mira con una
felicidad que se le dibuja en los ojos y en la boca, en una sonrisa
horrorosa donde bailan cuatro o cinco dientes amarillos y avanza. En
un principio, parece que avanza directo hacia mí, pero a último
momento se desvía a la izquierda y se enfrenta con el padre de la
familia, con toda la familia en realidad.
Le tira la moneda
al padre, que la atrapa y se la guarda. Entonces, el tipo este saca
un atado de cigarrillos de la nada, extrae un único pucho y, luego
de sopesarlo como quien sopesa una piedra preciosa, se lo alcanza. El
petiso, realizado, feliz, pasa delante mío, ignorándome por
completo, y va a sentarse en una butaca a mi izquierda.
Y entonces es
cuando me resigno por completo a no escribir nada de esto, a no usar
nada de esto con fines literarios, en no transformar nada de esto en
literatura, aunque no sé bien por qué en realidad.
Tal vez, porque
siento que hay algo que no acabo de entender, porque hay algo acá y
ahora que no puedo ni podré nunca traspasar a palabras, porque esto
está rebosante de un sentido inconmensurable o porque todo es un
maldito sinsentido.
Porque el tipo no
trasluce nada y yo no quiero ni debo decidirlo por él. El tipo sólo
está ahí sentado, a dos butacas de distancia de mí, a dos pasos de
distancia de mí, simplemente fumándose su cigarrillo.
Parece estar
disfrutándolo mucho.
De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dock, 2015).
Comentarios
Publicar un comentario