Yo lo envidiaba
cortésmente. Cuando lo conocí, tenía todo: casa, trabajo y mujer.
Todo lo que me faltaba a mí. El trabajo (un puesto subalterno en un
estudio jurídico) se lo había conseguido el padre, según me contó
una tarde, la única vez que conversamos ambos libremente, solos. El
padre era gerente (o algo así) de una empresa petrolera. Como regalo
de casamiento, le había regalado la casa.
A su mujer se la
había conseguido él solo, quiero creer. Todo lo demás se lo habían
dado. Desde esa óptica, tal vez resulte sencillo comprender que
deseara obtener un título que le permitiera dejarlo todo: mandar
todo a la mierda, valerse por sí mismo y no deberle nada a nadie.
Quizá cuando compuso este pensamiento por primera vez era joven aún,
podía darse el lujo de postergarlo. Cuando yo lo conocí, había
abandonado ya tres carreras, tenía treinta y cuatro años y estaba
perdido, definitivamente. Todos lo sabían, incluso él mismo.
Yo lo sospechaba.
Nuestro primer encuentro (como el último) fue en un café, en un
concierto de piano. La falta de espacio nos obligó a compartir una
mesa. Nos caímos mutuamente bien, al instante supongo. Sucesivos
encuentros en el barrio (al cual yo recientemente me había mudado),
demasiados reiterados para ser casuales, nos persuadieron de que
éramos vecinos. Gradualmente, mediante amistades comunes
desempolvadas y otros vagos artilugios, desemboqué naturalmente en
su casa. Allí volví a ver a su esposa, después de la noche aquella
del concierto de piano. Y si él al principio recelaba de mí y yo me
comportaba quizá demasiado candorosamente, entendíamos que él en
realidad recelaba de todo el mundo y que mi candor era un acto
reflejo, una respuesta a esa tibia desconfianza. Aún así, creo
(quiero creer) que nos teníamos simpatía, o alguna especie de
afecto, de atracción al menos. Quiero creerlo, ahora, que cualquier
sentimiento parecido entre nosotros ha expirado.
En el transcurso
del último año, su mujer se había hecho, sino más silenciosa, al
menos más certera en sus silencios. Inexpugnable, callaba cada
queja, cada reproche, cada inquisición que él irremediablemente
adivinaba, y ese silencio era una humillación terrible. Él sentía
(y no se equivocaba) que ella había declarado la guerra tácitamente,
y la había declarado en un campo al cual él no tenía acceso
alguno. Estaba, de antemano, vencido. De todas formas, aún esas
condiciones, dio batalla hasta el final, y por eso (aunque sólo
fuera por eso) se merecería todo mi respeto.
No voy a
bastardear los hechos, aunque seré puntual. Íntimamente, la
historia no difiere gran cosa de otras con parecido argumento. Todos
los amores se parecen en el principio y en el final. La diferencia,
lo excepcional, está en el camino que hay entre esos dos puntos y en
el tiempo que le lleva a cada pareja recorrerlo. El suyo duró unos
diez años, tal vez porque ese fue el tiempo que tardaron en llegar a
conocerse.
Yo asistí a los
diálogos finales. A los monólogos de él, en realidad. Ella
callaba, ahora totalmente, tal vez pensando en las palabras
definitivas, puliéndolas. En aquellas reuniones de amigos en las que
coincidíamos, no era difícil notar que aprovechaban la ocasión
para no hablar entre ellos. No se si eso me alegraba o me
entristecía. Confieso que al principio me causaba curiosidad.
La parte triste de
la historia es que no formaban una fea pareja, al menos no a primera
vista. Sin embargo, a fuerza de conocerlos y de indagar, terminé por
descubrir que eran dos personas muy inteligentes, interesantes,
amables, pero esto sólo individualmente. Todo lo demás (el
matrimonio incluído) era una ilusión. No quiero ser vanidoso o
soberbio: quizá todas las personas involucradas directa o
indirectamente con ellos lo sabían también, y sostenían esa
ilusión para sostener otra ilusión de dimensiones acaso superiores.
Acaso adivinaban o temían que derribar ese pequeño orden
significaría la destrucción de un orden aún mayor y
definitivamente necesario de sus vidas.
No obstante, pese
a muchos y disímiles esfuerzos, ese pequeño eslabón de dos
personas estaba rompiéndose, y con él toda la cadena amenazaba con
venirse abajo. Recuerdo que varias de aquellas personas me visitaron
por aquel entonces. Me hablaron, intentando persuadirme de vaya a
saber qué cosas, como si yo de verdad hubiese sido capaz de hacer
algo frente a aquella situación. Así, más o menos, se los hice
saber. Uno tras otro se volvieron, impotentes, casi desahuciados.
Faltaba uno, sin
embargo, el fundamental. Vino a mi casa, no recuerdo si un sábado o
un domingo, a la siesta. Sentados en el patio, mateamos un largo
rato, hablando de bueyes perdidos. Entonces, como sin querer, me lo
dijo. Alguien estaba acostándose con su esposa: “Con
mi mujer”,
dijo. No mencionó su nombre ni de qué manera lo había descubierto.
Siempre en un tono grave y cansino (aunque en un par de ocasiones vi
la violencia florecer en sus ojos) habló de sus años de noviazgo y
de matrimonio. Durante un período de tiempo que me parecieron por lo
menos un par de horas, fatigó con la palabra los trabajos que
durante una década había fatigado con el cuerpo. Creo que hasta
llegó a sincerarse conmigo, conciente o inconcientemente.
Esta tarde
comprendí muchas cosas, comprensión que le agradezco, ya que sin su
colaboración quizá nunca la hubiese alcanzado. Comprendí
cabalmente que su relación con su mujer (y acaso con todas las
cosas) era una lucha, algo forzado, algo cuya existencia sería
imposible sin que mediara de alguna forma la fuerza, su fuerza.
Comprendí también que esa lucha era ya no parte de su vida, sino su
vida misma. Más por lo que calló que por lo dijo, supe que desde el
principio había tratado, por todos los medios a su alcance, de
alejarme. Pero había fracasado, y sabía bien hasta qué alarmante
punto.
Yo lo oía en
silencio, qué podía decirle. Mientras caminábamos (no recuerdo en
qué instancia de la conversación habíamos salido) comenzó a
relatarme algunos episodios alternativos de su pasado común:
historias suyas y de su mujer, historias suyas con otras mujeres e
historias de otras mujeres con otros hombres, no supe bien con qué
finalidad. Recuerdo que recordé haber leído en alguna parte que
cuando un hombre presiente el final ve desfilar ante sus ojos toda su
vida.
Ya sentados en la
mesa de un café, él se mostró (acaso por primera vez) interesado
en mí, quería saber verdaderamente de mí. Mientras tomábamos una
cerveza, le referí vagamente dos o tres anécdotas más o menos
verídicas. A decir verdad, sentía que el diálogo (y toda la escena
con él) estaba languideciendo. Él también lo advirtió. No se si
esperaba algo más de mí: un asentimiento, una respuesta, una
promesa, no sé. También cabe la posibilidad de que simplemente
deseara que yo lo escuchara, que oyera de su propia boca su parte de
la historia, quién sabe.
Ni siquiera se
bien qué deseaba yo en ese entonces, al momento de separarnos acaso
para siempre, si la entrevista íntimamente me satisfacía o me
repugnaba. Pero sí recuerdo que aún allí, extendiendo la mano para
despedirlo, sentí una gran necesidad de hacerle saber que todo
aquello se me figuraba tan inevitable a mí como a él, que ni él ni
yo podíamos hacer nada para detenerlo, que las cosas eran así. Pero
no pude, fui incapaz de hallar las palabras adecuadas para
comunicárselo. Y aún de haberlas hallado, no sé si se las hubiera
dicho.
Una semana
después, según supe, tuvo lugar el fin, el verdadero fin, el
definitivo final de esa historia. Ella se enfrentó con él y le dijo
esas palabras que venía construyendo desde hacía meses y quizá
años. Él escuchó esas palabras cuya ardua construcción no
ignoraba pero que hubiese preferido nunca oír. Quizá habrá
aceptado todo al instante, pienso, adivinando que ninguna frase,
ninguna acción suya podría ya revertir el curso de los
acontecimientos. De todas formas, me consta que siguió luchando.
Negó, protestó, maldijo, amenazó, quizá hasta golpeó o lloró,
pero finalmente hizo lo único que podía y debía hacer, lo único
que le estaba permitido: la dejó ir.
Así fue o habrá
sido, más o menos. A veces, en su relato, ella cambia una o dos
palabras, uno o dos rasgos circunstanciales. Pero el final es
idéntico en todas las versiones: ella siempre se va.
Definitivamente,
no escribiré su nombre aquí, no necesito repetirlo para no
olvidarlo. Su cara, sin embargo, se me va borrando con el tiempo,
falseándose lentamente. Supongo que es natural: nuestro universo,
nuestro cosmos, tiende paradójicamente a la difusión, a la
entropía, al desorden. De cualquier forma, ese rostro, esa imagen,
no está asociada a ningún rencor, a ningún desprecio (aunque la
verdad es que no sé por qué habría de guardarle alguno de estos
sentimientos).
Lo cierto es que
lo recuerdo vagamente, imparcialmente, ahora que tanto tiempo ha
pasado, ahora que nos encontramos jugando papeles tan diferentes a
los de aquel entonces, ahora que yo bien podría llegar a ser él.
De "Correspondencias Secretas" (Ediciones del Dok, 2015).
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