andaría por las tardes
oprimido por los recuerdos,
ciego de tanta luz,
con los movimientos vagos
e imprecisos
de un sonámbulo.
El atardecer sería un claustro
casi eterno
del que me costaría escapar,
y abrazaría la llegada de la noche
como se acepta un mal menor.
Cada noche duraría
innumerables noches,
asediado por el insomnio
acumulado, contenido de años
de múltiples aplomos.
Despertaría en la madrugada
sin saber bien cuándo
me he dormido,
recordando un rostro,
enterrado y desenterrado
tantas veces
que ya habrá perdido su identidad
y será algo abstracto, anónimo,
puro recuerdo desnudo.
Si yo viviera cien años,
si llegara a esa edad infame, imperdonable,
supongo
que recibiría cada día
con menos alegría que resignación,
con el pulido temor con que se respeta
lo cotidiano.
Supongo que cortejaría y odiaría entonces
la idea de la muerte
con la misma
triste ternura
con que lo hago ahora.
Septiembre de 2004, Al
cumplir veinticinco años de edad
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