empieza tarde
y termina temprano.
La noche se abre
como una herida.
Alguien toca
un instrumento de viento
indeterminado en la noche
(una flauta traversa, un oboe)
con la precisión y delicadeza
de un asesino en serie.
Ajeno o indiferente a las culpas
alguien respira
aire común y escribe:
“La vida está hecha
de lo que nos destruye.
Cada latido
apresura el final”.
Un nocturno
en Mi bemol mayor
atraviesa la espalda
como una lerda puñalada letárgica
y obstruye la luz:
Nocturno sangre,
Nocturno fuga,
Nocturno lágrima.
La noche lápida móvil,
la noche fuente fluye,
la noche rueda
corriente abajo
y decrece.
Una Suite para violoncelo
en Sol mayor
despiadada
desarma
lo mismo que los días,
lo mismo que el domingo,
lo mismo que el sol
pálido y liviano del invierno
que amanece.
Alguien
perdido entre inciertos alguienes
destila párpados, enumera sus membranas,
camina, consume ciudad.
Ciudad anónima, ciudad ausente
de andar cuadras y cuadras interminables
a la siesta sin ver un alma.
Ciudad siesta, ciudad invierno
que se alarga y respira
aire asesino.
Ajeno o indiferente a las turbias
mareas del tiempo, alguien suspira:
“Lo que alimenta,
destruye.
El mundo está hecho
de lo que nos falta”.
El día descarriado
se desploma en débiles gotas.
La llovizna
es un énfasis delicado.
Fotos: Natalia Buch
Fotos: Natalia Buch
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