era un ser inconmensurable.
Nació no sé bien dónde,
El Cuy, Comallo o Ñorquincó,
no sé, al sur del sur.
Clementina Curifuta se llamaba.
Sangre indígena
gritaba todavía en sus venas,
sangre que ahora
es un vago rumor
en las mías.
Recuerdo su mirada como ausente,
algún impreciso gesto de ternura
allá lejos, en mi primera infancia,
y después el duro rostro
y las a veces ásperas sentencias
casi desprovistas de eses.
Murió mirando caer la nieve
una tarde de otoño.
No pretendo
alcanzarla con palabras.
Ella era ella.
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