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Madame Bovary Soy Yo

Nacer bien lejos, en el instante
más alejado de la muerte.
Crecer entre hombres callados,
que no quieren hablar, que ocultan
la existencia de la muerte.

Adivinar en la siesta una ausencia
similar a la de la muerte
pero que, en realidad,
no le llega ni a los tobillos.

Y por fin, conocer la muerte
verdadera, muerte de los pies a la cabeza:
la muerte que no empaña los espejos,
la muerte que lleva los ojos abiertos
y la mirada muerta.

Olvidar, por un instante,
la muerte. Resucitar, renacer
a la vida y ser inmortal:
acariciar la vida desde las suelas
hasta la frente y besar
hasta el más áspero de sus suspiros.

Hacer, tal vez, algo
contra la muerte: amar,
sembrar un hijo y plantarlo
en el principio, bien lejos de la muerte.

Presentir la muerte
en la última pitada de un cigarrillo,
en la vereda de una calle cualquiera
o en la espalda de una mujer que se va.

Aspirar la muerte,
oler la muerte por los cuatro costados,
sentirse acorralado y verla
doblar la esquina.

Querer ser un peregrino en la India
o el hombre de las cavernas, querer ser
otro, cualquiera, y no el que va a morir.

Y por fin, en el último acto
de apropiación, de identificación, de personificación,
agarrar
a la muerte con las dos manos
abrazar el punto donde estallan
todas las tangentes y ser
la peor contradicción:
ser lo que no es
y ser
bien callado

la muerte.

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