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Credo

Estaba lloviendo. Viajaba con toda mi familia en el coche, hacia el sur. No era una lluvia fuerte, pero sí atípica. Mi esposa y mis dos hijos parecían dispuestos a no permanecer callados un solo instante. Y la lluvia era como un boomerang: iba y venía; en un determinado instante desaparecía y, de repente, volvía a caer como un baldazo justo sobre el parabrisas. Íbamos para el lado de Cabo Esperanza, a visitar a la hermana de mi mujer, que trabajaba como maestra rural en un proyecto de pueblo tan remoto que ni siquiera nombre tenía. Nominalmente, esas iban a ser nuestras vacaciones de invierno. Era pleno julio, un sábado, a las seis de la tarde, lo recuerdo perfectamente. Estábamos como a mitad de camino. Entonces, divisamos una población. Aunque en ese caso, decir “población” sería un eufemismo: en realidad, eran cuatro casas locas nomás. El tanque del coche no estaba vacío, pero en esos parajes de Dios quién sabe cuánto puede andar uno sin ver un mínimo rastro de civilización. Además, el motor venía haciendo un ruido sospechoso. Decidí entrar en el pueblo. “Por más bárbaro que sea, habrá una estación de servicios, un taller, algo”, pensé.
-¿Qué hacés, Agustín? ¿Por qué entrás en este pueblo?- preguntó Sandra, mi mujer .
Hay algo muy característico de mi esposa que vale la pena señalar: cada vez que yo hago algo (cualquier cosa, por insignificante que fuera), ella, irremisiblemente, pregunta por qué lo hago.
-Necesitamos cargar- respondí escuetamente.
-Pero el tanque está prácticamente lleno, Agustín...
Respiré hondo y me callé la justificación correspondiente. Era obvio que ese comentario pretendía inaugurar una discusión hueca, trivial, que mi mujer inventaba un poco para no perder la costumbre. Después de catorce años de casados, uno aprende a escuchar a través de las palabras.
-Puede ser...- mascullé, pretendiéndome distraído con el paisaje.
-¿Acá vive la tía?- preguntó Santiago el mayor, que iba hojeando una revista.
-No, Santi- explicó mi mujer en mi nombre-. Papá solamente quiere llenar el tanque. A papá no le importa que el tanque esté casi rebalsando, Santi. A papá le gusta perder el tiempo.
-A papá le gusta perder el tiempo- repitió Santiago el menor. Tenía cuatro años. Estaba atravesando algo así como una etapa repetidora: se había convertido en una especie de eco, en una máquina que volvía a enunciar las frases de los demás. Se divertía imponiéndole nuevos tonos.
Con lentitud, ingresamos en el poblado. Entonces, literalmente, nos enterramos en la calle. El barro llegaba casi hasta la ventanilla.
-¿Por qué entraste por esta calle, Agustín? ¿No ves que está toda embarrada?
-Todas las calles son iguales, Sandra- argumenté en mi favor.
-Todas las calles son iguales- repitió Santiago el menor.
-¿Acá vive la tía?- volvió a preguntar Santiago el mayor, que estaba atravesando una etapa en la cual preguntaba algo para después no prestar atención a la respuesta.
-No, Santi- le respondió mi mujer-. Acá no vive nadie.
Esas palabras, que habían sido pronunciadas más bien en un tono despectivo, parecían, sin embargo, verdaderas. Las calles estaban desiertas. Miré mi reloj: eran exactamente las seis y veinticinco. Caía la tarde y la última claridad se abría paso entre las cortinas de agua de la lluvia y alumbraba apenas los patios de las casas solitarias. Extrañamente, ninguna luz se avistaba en las ventanas. Y afuera, no había perros, ni bicicletas y mucho menos un automóvil. Eso parecía, realmente, un pueblo fantasma.
 Fui hasta el fondo de la calle. Lo mismo: nada ni nadie. Doblé hacia la derecha y avancé lentamente. En las cuatro cuadras que tenía la calle de largo no advertí ninguna señal de vida. Mi esposa preguntó:
-Agustín, ¿por qué no das la vuelta y nos vamos de acá?
Esa era otra inquisición típica de Sandra, que consistía en invertir la enunciación original de su discurso sin alterar realmente el contenido, a saber: en vez de preguntar por qué yo hacía lo que hacía, preguntaba por qué no hacía otra cosa, que sería, indudablemente, mejor. De todos modos, miré instintivamente por el espejo retrovisor y me sorprendió lo que vi entonces: en la dirección opuesta, en el otro extremo de la calle, estaba congregado todo el pueblo. Distinguí una masa confusa de gente y algunas antorchas que centelleaban bajo la lluvia. Rápidamente, clavé el freno.
-¿Qué hacés?¿Por qué frenás?- preguntó mi mujer. Ella era infalible.
Sin responder, hice un amplio giro y regresé.
-¿A dónde vamos?- preguntó Santiago el mayor.
-Ya no sé adonde vamos, Santi- le dijo mi esposa a él, pero dirigiéndose en realidad a mí-. Yo creo que tu papá ya no sabe lo que hace.
-Papá no sabe lo que hace- confirmó Santiago el menor.
Sin prestar demasiada atención a todas esas declaraciones acerca del valor de mi raciocinio, fui acercándome a esa curiosa convención de personas. A medida que acortaba la distancia, fui advirtiendo que ellos no estaban quietos, sino que venían andando hacia nosotros, formando una larga caravana. Me pregunté qué diablos podía ser eso: una procesión, una marcha de protesta, un desfile. De cualquier manera, lo que verdaderamente me sorprendió fue la cantidad de gente que había allí: seiscientas, quizá setecientas personas, algo impensado en aquel paraje, que de seguro no albergaría a más de veinte familias. De repente, la sensación amarga, chocante, de lo horriblemente desmedido me invadió. Al llegar hasta ellos, fui aminorando la velocidad hasta detener el auto. Luego bajé la ventanilla, para así poder hablar con un poblador y obtener algún tipo de información.
-¿Por qué bajás la ventanilla, Agustín?- me reprendió Sandra-. ¿No ves que está lloviendo? Los chicos se van a resfriar, Agustín, y no creo que vos después te ocupes de atenderlos, ¿no?.
Yo le hice un gesto vago, dándole a entender que se callara. Entonces pude ver y oír claramente a las personas que abrían la caravana. Más que oír, todo fue nada más ver. Iban en un silencio espectral, todos con antorchas en las manos y con un paso lento y uniforme.
-¡Oiga señor!- alcancé a gritarle al que estaba más cerca-. ¿No sabe si no hay un taller o algo parecido por acá?
El tipo ni se dio por enterado. Llevaba la vista fija en un punto imaginario, allá a lo lejos, como si todo lo demás fuera improbable o inexistente.
-¡Eh, amigo!- le dije a otro, que casi se llevó por delante el coche, tan ensimismado iba-. ¿Qué lugar es éste?
El hombre me miró como despertándose y parpadeó varias veces antes de decir:
-Cáceres...
Lo dijo como hablando consigo mismo o como recordando algo. No estoy seguro si lo dijo respondiendo a mi pregunta.
-Estamos en Cáceres. Sandra, le comuniqué a mi esposa-. Fijate si está en el mapa.
-¿Acá vive la tía?- insistió Santiago el mayor.
De un vistazo comprobé que tenía puestos los auriculares de alguno de esos aparatos reproductores de música. Nadie le respondió. De todas formas, no hubiese escuchado. Tenía trece años y las respuestas de los demás no eran tan importantes como sus preguntas. Mi mujer desenrolló el ovillo en que se había convertido el mapa mientras Santiago el menor comenzaba a golpear las ventanillas con los nudillos, siguiendo un ritmo compuesto a base de semicorcheas. Yo, entretanto, seguía mirando desfilar a toda esa gente. En realidad, en ningún momento había despegado la vista de ellos. Tal vez era la lluvia, o el ritmo aletargado de su andar, pero lo cierto es que había algo hipnótico, casi seductor en esa escena, algo que impedía que uno dejara de mirar. Así que yo seguí mirando y mirando, sin prestarle atención a nada más, como alelado. De vez en cuando, detenía la vista en algún que otro peregrino, pero podría decirse que lo que de veras me fascinaba era el conjunto.
-No, Agustín. No está en el mapa- me informó mi mujer.
Yo la escuché, pero la verdad es que casi no tuve ánimos para responderle. De repente, sentía un gran desgano al respecto de todo.
-Papá no está en el mapa- sentenció Santiago el menor, sin dejar de golpear la ventanilla del auto.
Tenía razón. Yo estaba en otro lugar, en otro mundo. Seguía viendo desfilar ante mí a toda esa muchedumbre que parecía no tener fin. De improviso, terminó de pasar el grupo de los hombres con antorchas y continuó un conjunto conformado por viejos de andar difícil y esmirriado, como si todos estuvieran enfermos de los huesos. Cada tanto, los tipos de las antorchas tenían que detenerse para esperarlos. De nuevo me volvía preguntar qué podía ser todo eso. Todavía podía tratarse tanto de una marcha de protesta como de un desfile atrasado del nueve de julio. Entonces fue cuando vi aparecer de entre los viejos a cuatro tipos que iban cargando una imagen. La llevaban como los israelitas trasladaban el arca del pacto: sobre sus hombros sostenían dos varas larguísimas en las cuales, a su vez,  descansaba la imagen. Sólo entonces presté atención a la figura que llevaban. De cualquier forma, a la exigua luz de la tarde-noche no era mucho lo que podía ver. Miré haciendo fuerza con los ojos, tratando de atravesar la lluvia y entonces adiviné lo que parecía ser el rostro de un indiecito vestido con traje y corbata. A medida que me fui acercando pude  verificarlo: en efecto, la tez oscura, los pómulos salientes, los ojos rasgados lo delataban. Era un indiecito en pinta. Entonces, los cuatro hombres con la figura pasaron delante del coche, muy despacio, como si en cada paso estuviesen arrancando las piernas enraizadas en la tierra. Mi familia enmudeció, de seguro captando la solemnidad extrema del momento. Finalmente, al cabo de un tiempo perfectamente incalculable, los cuatro tipos pasaron. De inmediato, mi esposa y mis hijos reanudaron el parloteo. En cambio, yo seguía sin sacarle la vista de encima al indiecito.
Sé que ahora parece trivial y hasta tonto, pero entonces fue cierto. El indiecito me miraba y no era una mirada convencional, en absoluto. Era una mirada llena de tristeza, llena de una piedad y de una compasión inconmensurables, sobrehumanas que me perforó el pecho y me llegó hasta el alma. Yo creo que ni siquiera lo pensé una vez. Cuando me quise acordar y reaccioné ya había bajado del auto y me iba siguiendo la procesión. Apenas alcancé a oír los gritos de mi mujer, que bramaba hecha una furia.
-¡Agustín Flores!- cuando ella se enoja tiene la costumbre de llamarme por mi nombre y apellido completos - ¿Por qué te bajás del auto? ¿A dónde vas?
-¿Acá vive la tía?- insistió por enésima vez Santiago el mayor.
-Papá no está en el mapa - recordó Santiago el menor.
Extrañamente, ni bien di un par de pasos en el barro, la lluvia aflojó, aunque más bien el término apropiado sería desapareció. Corrí unos metros dispuesto a alcanzar  a los cuatro tipos que llevaban al indiecito, pero al intentar acercarme más de la cuenta se me interpusieron los viejos que venían detrás. Desde allá arriba, el indiecito parecía llamarme insistentemente con la mirada. Quise abrirme paso de todas formas, pero me resultaba  imposible sin llevarme por delante o lastimar a algún viejo. De repente, un sujeto enorme que salió el diablo sabe de dónde se me plantó delante.
-Eh amigo – me dijo-. Tranquilícese. ¿A dónde cree que va?
-Quiero acercarme al indiecito- respondía un tanto abrumado por la violencia inusitada con que me trató.
-¿Qué indiecito?- preguntó él, mirando aparatosamente para todos lados.
-Ese indiecito- dije yo, señalando la figura que llevaban en andas.
-¡¿Pero qué indiecito ni qué ocho cuartos?! Ese es el Rufinito Cáceres, señor. No es ningún indiecito...
Me quedé anonadado. De puro atolondrado, se me había olvidado que lo de “indiecito” había sido nada más una impresión personal mía. Después recordé la respuesta  que me había dado el paisano al que le pregunté el nombre del pueblo.
-Bueno, no importa...- admití, casi hablando solo-. De todas formas, quiero acercarme.
-No puede, señor- replicó él-. Nadie excepto los viejos pueden acercarse...
Yo retrocedí un par de pasos en la marcha, como midiendo la situación.
-¿Y quién es ese Rufinito Cáceres?- pregunté, usando el mismo tono desafiante que él.
El tipo y además varios que venían en derredor nuestro me miraron como si yo hubiese dicho una blasfemia. Sentí que para ellos no podía existir un solo ser sobre la tierra que ignorara la existencia  (o más bien, la pretérita existencia) del tal Rufino Cáceres.
-El Rufinito Cáceres es un santo, señor – sentenció el hombre, comiéndome con la mirada. Todos lo circundantes confluyeron en un sonoro asentimiento.
-¿Y se puede saber- me preguntó- para qué lo quería ver al Rufinito, si ni siquiera lo conocía?
-El me miró- proclamé con una seguridad que me sorprendió.
El tipo y su grupito estallaron en una sola risa.
-Escúcheme un asunto, señor- propuso él-. Si el Rufinito mirara a alguien de seguro miraría a sus parientes, a los más viejos, a los más creyentes, pero nunca, escúcheme bien, nunca lo miraría a usted, ¿entendió?... Ahora váyase...
No fue exactamente una orden, pero todo mi cuerpo entendió a la perfección la idea.
-Váyase, señor- repitió él, y yo supe que no lo diría por tercera vez.
Volví la vista hacia el indiecito, que seguía mirándome, como llamándome, como pidiéndome ayuda, ahora desesperadamente, y hasta creo que movió un poco un brazo, lo cual ahora, claro, me resulta increíble. Pero el miedo fue más fuerte que la caridad. Poco a poco, me fui alejando, perdiéndome entre los demás fieles que seguían al santo a paso firme. Advertí que, en ese sector, la mayoría estaba conformada por mujeres. De improviso, una mano me tocó el hombro.
-¡Flores!- dijo una voz.    
Yo me di vuelta, preguntándome quién demonios me conocería en ese lugar y me encontré con una vieja vestida con una pollera larguísima que iba arrastrando por el barro.
-Perdón, ¿nos conocemos?- le pregunté.
-¡Flores!- repitió a los gritos, como si yo fuese sordo o como si estuviera muy lejos-. ¡Flores para el Rufinito! ¡Cómpreme un ramito, señor! ¡Un pesito, nomás!
-No, gracias- le dije desviando la mirada.
-¡Flores, señor!- volvió a exclamar ella levantando aún más la voz-. ¡Cómpreme, no sea así! ¿Cómo le va a hacer si no le lleva flores al Rufinito? No le van a aceptar el pedido, señor... ¡Cómpreme, cómpreme!-. dijo y siguió repitiendo esa misma palabra una cantidad tremebunda de veces.
Tuve miedo de que tanto alboroto terminara por llamar la atención de todos. Me revisé los bolsillos sin demasiadas esperanzas y encontré, providencialmente, una solitaria moneda de cincuenta centavos.
-Tome- le dije, tirándole la moneda.    
La vieja la cazó al vuelo con una destreza insospechada al tiempo que me alcanzaba un ramito compuesto de dos o tres florcitas mezcladas con yuyos, y después desapareció entre el tumulto Yo me quedé ahí parado con mi pobre ramito en la mano, debatiéndome entre volver al coche o hacer algo, mientras la gente seguía desfilando delante mío. Di un paso hacia atrás, pero tuve una especie de remordimiento prematuro o algo así. No, yo no podía irme así nomás. Decidí intentar acercarme otra vez al indiecito, tocarlo, arrebatárselo a toda esa gente, no sé, algo. Yo no estaba muy seguro acerca de qué hacer: sólo estaba seguro de que debía hacerlo. Fui avanzando lentamente a través de la procesión. Recién entonces noté que iban en una ordenada y estricta formación de dos filas. Iba bastante bien, creo, y no había llamado la atención de nadie pero, de repente y al unísono, todos (absolutamente todos) rompieron en un rezo, un murmullo de ultratumba. Ese hecho abrupto me distrajo, perdí el paso y, para colmo de males, se me apareció por segunda vez el hombre de las preguntas.
-¿Otra vez usted, señor?
-Yo no hice nada- me defendí-. Solamente voy en la procesión.
-Está bien- dijo, mirando receloso el ramito que yo llevaba en la mano-. Pero tiene que ir en una de las filas... Usted ¿para qué viene?: ¿Para pedir o agradecer?
-No, yo no vengo para nada de eso...
-¿Cómo para nada, señor?- exclamó el sujeto, más ofendido, más indignado-. Vea, acá hay dos filas: una para pedir y otra para agradecer. Si usted no está para ninguna de esas dos cosas, explíqueme ¿para qué vino?
A esa altura, muchos, prácticamente todos, me miraban con desconfianza. Yo ya no sabía qué hacer, cómo reaccionar. Comencé a sentir un clima de agresión cada vez más creciente alrededor mío. Decidí entonces que había llegado a mi límite y también al de todas esas personas. Así que empecé a retroceder pausadamente, mientras ellos no me sacaban la vista de encima. Volví a mirar por última vez al indiecito y más que nunca tuve la firme sensación de que lloraba, lamentándose. En ese instante, creí comprender cabalmente su condición de prisionero. Adiviné que todos los años lo sacaban para hacerle padecer esa especie de vía crucis, de la cual no tenía escapatoria posible. Entonces supe que el indiecito era un alma en pena. Deduje con frialdad que esa gente jamás me entendería y opté por regresar. Para ello, di media vuelta y comencé a caminar en dirección al auto con  pasos largos. Ellos pretendieron olvidarse de mí y volvieron a lo suyo. Cada tanto, yo volvía la cabeza para cerciorarme de su conducta y ellos hacían lo mismo conmigo.
Cuando llegué de vuelta al coche, mi mujer estaba casi al borde de un ataque de locura.
-¡Agustín Flores!- aulló-. ¿Se puede saber por qué te bajaste del auto así en plena lluvia? ¡Nos dejaste solos, Agustín! ¡Solos en un pueblo desconocido y raro! ¡Sos un irresponsable, Agustín!
Yo intuí por el tono de sus palabras que el sermón duraría aproximadamente lo que restaba del camino de ida, las dos semanas de estadía y todo el viaje de vuelta.
-¿Qué hacías allá afuera? ¿Con quién hablabas? Decime, Agustín Flores, ¿vos estás loco?
-Papá está loco- confirmó Santiago el menor.
Pesadamente, me dejé caer sobre el asiento y cerré la puerta. Después, agarré el volante y encendí el motor. Luego tuve que esperar a que se calentara un poco para poder arrancar al fin.
-¿Por qué tenés ese montón de pasto en la mano?- preguntó Sandra, que no se rendía ni se dejaba impresionar ni ante el más profundo de los silencios-. ¿Dónde anduviste, Agustín?
Miré el triste ramito que llevaba en la mano derecha, pero no quise deshacerme de él. No todavía. Arranqué, di media vuelta, doblé en la misma calle por la cual habíamos ingresado al pueblo y llegué hasta la salida a la ruta. Frené, impulsado solamente por la costumbre, para asegurarme de que no viniera ningún vehículo por la ruta pero, obviamente, era una operación innecesaria: nada, nadie andaba por esos lugares a esa hora, ni a ninguna otra hora tampoco. Era nuestro último momento en el pueblo. No pude evitar volver a pensar, en nuevo arranque de pena, en el indiecito. De repente y como despertándose, Santiago el mayor dejó la revista, se descolgó los auriculares y, mirando por el parabrisas trasero dijo, en una especie de suspiro:
-Acá no vive la tía.
-No vive la tía...- tarareó Santiago el menor y sospeché que seguiría canturreando lo mismo durante los siguientes veinte kilómetros.
Estaba anocheciendo. Yo suspiré sonoramente y retomé la ruta. Afuera, había comenzado a llover de nuevo. Pero esta vez era una lluvia intermitente, que se arrojaba sin piedad contra todo lo que se cruzara en su camino. Era muy tarde. Evidentemente, tendríamos que hacer noche al costado de la ruta, ya que en el mapa no figuraba ninguna localidad hasta Cabo Esperanza; y por nada del mundo me arriesgaría a volver y pernoctar en Cáceres (o como demonios se llamara) con mi mujer y mis dos hijos. Entonces reparé de nuevo en el ramo que me había dado la vieja y decidí librarme de él. Bajé parsimoniosamente la ventanilla y lo lancé al medio de la ruta. En ese instante sentí como si  me sacara de encima una piedra de peso descomunal. De nuevo, percibí el roce de la desmesura, de lo meramente indescriptible. Cerré los ojos una décima de segundo y aspiré el aire de la lluvia. Ya más renovado, cerré la ventanilla, como quien está completando un rito, y encendí las luces.

Aceleré ligeramente. La última claridad se perdía a nuestra derecha. Entonces, concentré toda mi atención en la ruta mojada, que se extendía delante nuestro como una larga, ondulante e interminable caravana de asfalto.

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