Es
fantástico mirar el techo. Está lleno de cosas. Goteras, grietas, rincones de
luz y rincones de sombra. Es divertido, además. Es rítmico el techo, es de una
letanía absoluta y asombrosa. Hay segmentos que se repiten, hay otros que
cantan a la octava, hay otros que son disímiles. Pero todos se complementan, se
contraponen. Es una unidad holística, siempre mirando para el mismo lado,
siempre en el mismo tono. El techo está afinado.
El
sol entró por un exageradamente alto tragaluz, trazando un surco en la mitad de
la habitación, haciendo visibles millones de partículas de polvo. Otro día
eterno, de calor creciente, inasible.
Y
la luz juega con el techo. Lo pinta, lo transforma. Se acuesta en algunos
sectores y evita otros. Y el resultado es maravilloso. Goteras, grietas,
rincones de luz y rincones de sombra. Un Goya. Un techo espléndido.
De
repente, la puerta se abre y es arrastrado hacia afuera. Rafael se deja
arrastrar.
Pero
ahora estamos en otro tiempo. Ahora vamos en un presto en tres cuartos y el
techo es un adagio en dos cuartos.
Conoce
el camino de memoria. Conoce todo el lugar de memoria. Si durante la noche lo
hubiesen cambiado de habitación, lo sabría inmediatamente al despertar, aún sin
abrir los ojos, solamente por la densidad del ambiente, los ruidos, el olor.
Sigue siendo arrastrado. Arrastrado impersonalmente, como se arrastra un dolor
o una herida. Rafael cierra los ojos. Finalmente, oye una puerta abrirse,
siente una alfombra debajo de sus zapatillas y reconoce la plácida estructura
de una silla sosteniéndolo. Recién entonces, abre los ojos.
-¿Cómo
se siente hoy, Alejandro?- la voz era parecida a una sábana.
-Mal.
-¿Por
qué? Cuénteme...- una sábana blanca y envolvente.
-Siento
dolor.
-¿Dolor?-
una sábana blanca y fría.
-Tengo
problemas- puntualizó.
-¿Qué
clase de problemas, Alejandro?
Y
aquí Rafael hizo una mueca antes de responder.
-Problemas
dentro mío.
-Bueno,
entonces, cuénteme acerca de esos problemas...
Le
costó comenzar. Luego se encarriló.
-Siento...
Siento. Siento, siento que las cosas no andan bien. Veo que las cosas están
mal, las cosas están al revés... Bueno, no exactamente al revés, pero sí un
poco trastocadas, ¿me entiende?
-¿Trastocadas
en qué sentido, Alejandro?
-Es
como si estuviera viendo el mundo con los anteojos volteados, con las patillas
hacia afuera, ¿me entiende? Es como si el mundo estuviese cóncavo hacia el lado
equivocado...- hizo una pausa, después preguntó-. ¿Por qué me llama Alejandro?
-¿Ese
es su nombre, no?
-No.
Mi nombre es Rafael.
El
otro hizo un chasquido con la lengua.
-Su
nombre no es Rafael, Alejandro- y aseguró-: Su nombre es Alejandro.
Rafael
intentó detener su mirada en la cara de ese hombre.
-Mi
nombre es Rafael- repitió.
Era
difícil. La cara del hombre era rala. Rala en todas las acepciones de la
palabra. Tenía sus partes muy separadas y nada sobresalía demasiado en ella. La
nariz era prácticamente imperceptible. La nariz era un ojo más.
-Dígame,
Alejandro- se detuvo, se corrigió- Rafael, ¿todavía piensa conquistar el mundo?
Lo
miró asombrado.
-Nunca
pensé eso.
El
hombre de la cara rala respiró hondamente, como si estuviera probando al máximo
la capacidad de su pequeña nariz, de su tercer ojo. Después, se sacó los
anteojos y comenzó a masajearse simétricamente las sienes con las yemas de los
dedos. Parecía disfrutar de veras haciéndolo. Al rato, volvió a ponerse los
anteojos. El otro estaba mirando por la ventana. Era un día de finales de
verano, un día de esos de transición. Ni frío ni calor.
-¿Y
en qué piensa ahora, Rafael?
-Pienso
en la luz.
-¿En
la luz?
-En
la luz.
-¿Por
qué?
-La
pregunta relevante no es por qué, sino para qué.
-¿Para
qué, entonces?
-Para
estudiarla, para conocerla, para poder amarla mejor... La luz es la respuesta,
el verdadero puente. Pero la luz sin ataduras, la luz desnuda, ¿me entiende? La
luz sin frenos...
Seguía
las palabras de Alejandro-Rafael moviendo negativamente la cabeza, moviendo
negativamente todo el cuerpo, como si no terminara de convencerlo su
explicación. Continuó masajeándose las sienes durante el resto de la
disertación. El tipo era raro, exacerbado, engolosinado además, en su rareza.
Cambiaba de nombre cada tres meses y se empecinaba en usar anteojos con mucho
aumento, a pesar de que su vista era excelente. Desde su última entrevista, se
había dejado crecer la barba. Tenía un aspecto dantesco. Parecía arrancado de
una novela de Dostoievski. Parecía el mismísimo Dostoievski. Era rebuscadamente
patético.
El
discurso podía durar horas. Decidió abreviar el asunto.
-Dígame,
Rafael, ¿por qué se supone que está en este lugar?
Ahora
Rafael hizo una pausa profunda antes de responder.
-Este
es mi refugio.
-¿Su
refugio?
-Mi
refugio.
-¿Y
se puede saber de qué se refugia?
-La
pregunta relevante no es de qué sino para qué?
-¿Para
qué se refugia, entonces?
-Me
refugio para pensar, para librarme, para iluminarme, ¿me entiende? Aquí dentro
me siento más libre que nunca y que en ningún otro sitio... Además- agregó,
como recordándolo- la luz provoca aquí matices espléndidos. Es un espléndido
lugar para enriquecer mi trabajo.
-¿Su
trabajo?
-Mi
trabajo.
-¿Y
se siente, digamos, de alguna forma, prisionero?
-¿Prisionero?
-Sí,
prisionero.
-No,
claro que no...- hizo una pausa y reiteró-. No. Creo que no...- y luego con más
seguridad-. No.
-¿Es
decir que usted puede salir cuando lo desee?
No
respondió. Miraba atenta, estudiosamente el techo.
-¿Sabe
quién soy yo?
Su
voz se oyó más grave esta vez.
-Usted
es el hombre de las preguntas- sin dejar de mirar el techo lo dijo.
-¿Y
para qué se supone que le hago todas estas preguntas?
-Usted
es el hombre de las preguntas- repitió, sin variar el tono, sin ningún énfasis.
Era
un caso perdido, irremediablemente. Y todavía faltaban veinticuatro más.
Veinticuatro más, ese día. Mientras estiraba los dedos de la mano derecha,
presionó con el pulgar de la izquierda un botón bajo el escritorio.
-Bueno,
Rafael...- dijo, esforzándose en una pálida sonrisa-. Eso es todo... Siga
trabajando. Nos veremos muy pronto...
Un
hombre entró y arreó a Rafael.
-Muy
pronto...- repitió.
Miró
su reloj. Eran las seis y cuarto. Y todavía faltaban veinticuatro. Todos casos
perdidos. Todos peligros latentes. Algunos eran idiotas que se creían genios.
Otros, sanguinarios que se decían
inofensivos. Algunos ni siquiera sabían lo que eran. Pero había algo que los
unía. Todos eran unos farsantes.
Cuando
el ultimo fue desalojado de la oficina, guardó los veinticinco prontuarios en
su portafolios, encendió el millonésimo cigarrillo de la jornada, se levantó y
abandonó el lugar. Salió, hacía un poco de frío, pero no mucho. Todavía era
soportable, todo. Un poco más.
Subió
a su auto y arrancó con algún esfuerzo. Era un viejo Volswagen. Era un auto a
medias, históricamente a medias. Su padre había pagado la mitad de las cuotas.
Siempre estaba averiado a medias y a medias reparado. Además, nunca se decidía
del todo a deshacerse de él. A las cinco cuadras, bajó la ventanilla y tiró el
pucho. El viento le hacía cosquillas en el cuello y la nuca, produciéndole una
singular excitación, así que la dejó
abierta. Estaba en el extremo oeste de la ciudad, algo así como a unos veinte
minutos de su casa. Miro la hora. Eran las diez menos cinco.
Maldijo
por lo bajo. Seguramente, su mujer ya tendría la cena preparada desde las
nueve, y quizá desde aún más temprano. Ahora mismo debía estar impaciente junto
a la ventana, alternando miradas inquietas, inquisidoras a la calle y al reloj
del living. Era una histérica.
Respiró
roncamente y sintió que el aire descendía arañándole la garganta. El viento
comenzó a molestarle, pero no bajó la ventanilla. Tenía la espalda helada.
Allá
adelante, en la esquina, el semáforo pasó del amarillo al rojo.
No
dudó. Apretó los dientes y pisó el acelerador hasta el fondo.
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