Había
intentado soñar con él durante un mes entero. Porque creo (en realidad, sé
ciertamente) que tengo poder sobre mis sueños. Puedo soñar lo que se me venga
en gana, cualquier cosa. Solamente tengo que desearlo verdaderamente, con toda
mi alma. Otro secreto, fundamental, consiste en que el objeto, persona o
situación a soñar sea la última cosa en la cual piense antes de dormir
definitivamente.
Desde
hace dos años, aproximadamente, cuando descubrí mi poder, vengo eliminando
sueños. El primero que tuve, aún lo recuerdo, fue con la novia de un amigo.
También soñé con que ganaba la lotería, por supuesto. Y soñé (muchas veces,
desde innumerables ángulos) que metía el golazo del triunfo en la final del
campeonato mundial de fútbol. Pero al principio, claro, eran todos sueños
primarios. No se diferenciaban demasiado de los que tenía antes, de mis sueños
espontáneos, normales. Entonces, me hice más ambicioso.
Comencé
a soñar retrospectivamente, con el pasado antes que con el futuro. Así, soñé
con una chica que iba a tercer grado cuando yo recién empezaba primero, y de la
que estuve (y sigo aún) endiabladamente enamorado. Soñé que jugaba al póker en
el casino del Titanic, que ganaba y además festejaba, cínicamente. Soñé, por
fin, que asistía al debut de Diego Maradona, y que le auguraba, a los gritos y
delante de todos, un futuro brillante.
Pero,
al cabo de algún tiempo, esos sueños también acabaron por hastiarme. Decidí
encarar sueños de otra naturaleza. Opté entonces por empresas más complejas,
más profundas. Soñé que asistía a una representación del “Fausto”, en Alemania,
y que veía al viejo Goethe arrellanado en su palco, semidormido. Soñé que
viajaba en el transtlántico donde se estrenaba la “Aída” de Verdi, mientras
remontábamos el Nilo. Y soñé que pasaba un día entero (hermoso, inenarrable,
plagado de aventuras) en la isla del tesoro y que, al atardecer, tomaba mate en
la playa con el mismísimo Stevenson.
Fueron
verdaderas obras de arte. Pero el problema con esos sueños era que me costaban
mucho, muchísimo más que los otros, que los sueños simples. Luego de
fabricarlos, ni siquiera podía levantarme de la cama. Ahí me pasaba el día
entero, tirado, con la mirada clavada en el techo, pensando en nada. O
durmiendo, simplemente.
Hasta
que un día, no sé bien por qué, tuve el capricho de soñar con Shakespeare. Tal
vez porque había comprado, en un kiosko, una edición de bolsillo de cuatro
obras suyas, no recuerdo cuáles. También, a posteriori, había cotejado con curiosidad muchos retratos
suyos, todos asombrosamente disímiles. Decidí conocerlo en persona, saber cómo
era su verdadero rostro y, sobre todo, más que cualquier cosa, deseaba hablar
con él.
Pero
no hubo caso. Lo deseé con todas mis fuerzas durante un mes entero, y el
ingrato no aparecía. Lo más parecido a
Shakespeare con que logré soñar fue con el kioskero que me había vendido
aquella edición barata de bolsillo. Decidí entonces alimentar aún más mi ya
saturada imaginación. Compré un grueso volumen de sus “Obras completas”, de una
letra microscópica, que leí de principio a fin, casi sin descanso. Alquilé
también varias películas que, de una u otra forma, aludían a él, películas que
miraba y remiraba todo el día, una tras otra, en los períodos en los cuales,
agotado, dejaba de leer. Y compré revistas temáticas, dedicadas exclusivamente
a la vida y obra de William Shakespeare. Me sorprendió la cantidad, ciertamente
descomunal, de esa clase de publicaciones que circulaba en el mercado. Fueron,
en suma, cuatro o cinco semanas más de duros trabajos. Pero al fin, un jueves
creo, lo logré.
Lo
soñé así: yo venía caminando por una plaza, fumando, cuando avisté, en la
vereda de enfrente, un bar. Había unas mesas fuera, y en una de esas mesas
estaba él. Estaba como suele representárselo en el más corriente de sus retratos,
el del Primer Folio: una frente enorme, que terminaba en la mollera, barba y
bigote recortados a la francesa y el pelo negro más o menos largo. Llevaba un
traje vistoso, espantosamente colorido, rebosante de pedrerías y otros adornos.
Leía con fruición lo que parecía ser un panfleto, un volante. Me senté delante
suyo, sin siquiera pedirle permiso.
-¿Qué
está leyendo, don Guillermo? - le pregunté, sorprendiéndome por el tono con que
le hablaba.
Levantó
la vista y enarcó una ceja. Sonrió.
-Palabras,
palabras - dijo, suspiró y volvió a repetir -: Palabras...
Ahora
sonreí yo. Estaba parafraseando a
Hamlet. Entonces, irrumpió la mesera.
-Disculpen
señores, ¿se van a servir algo?
Yo
iba a pedir una cerveza, pero él se me adelantó. Sacó una moneda del bolsillo y se la alcanzó a la chica,
diciendo:
-
Toma: ahí van cuarenta ducados. Despáchame una dosis de veneno, una sustancia
tan fuerte que, al difundirse por todas las venas, caiga muerto aquél que,
hastiado de la vida, la beba, y haga salir el alma del cuerpo con la misma
violencia que la impetuosa pólvora
estalla en las entrañas fatales del cañón.
Volví
a sonreír, entusiasmado. Ahora estaba haciendo lo mismo con Romeo. La chica
atrapó la moneda, pero no se marchó. No le hizo falta: sacó una botella de entre
sus vestidos y la dejó sobre la mesa, con dos vasos que hizo aparecer con
idéntico procedimiento. Después se fue. El bebió y continuó leyendo,
entusiasmado. Parecía no darle importancia a mi presencia. Yo, con el vaso en
la mano, no encontraba nada apropiado que decir.
-Es
una hermosa tarde- arriesgué.
Sin
levantar la vista del papel, él repuso:
-En
mi vida he visto he visto un día tan feo y tan hermoso a la vez.
Seguía
parafraseándose, esta vez con Macbeth. De repente, algo en el tono de sus
palabras comenzó a molestarme, a incomodarme.
-Yo,
señor, deseo hablar con usted, hacerle unas preguntas...
-Mi
feérico señor- dijo entonces, alzando la voz, gritando casi-. Es necesario
proceder deprisa. Porque ya los dragones hienden las nubes a todo vuelo y
brillan allá abajo los primeros fulgores que anuncian la aurora.
Se
levantó y comenzó a declamar, haciendo al mismo tiempo grotescos ademanes.
-Y
a su aproximación, los espectros errantes vuelven en tropel a su morada, en los
cementerios; todas almas dañadas que han tenido por sepulcro las encrucijadas
de los caminos y las olas, y entran en su mortaja roída de gusanos. Temiendo
que el día alumbre su oprobio, se destierran voluntariamente de la luz y se
condenan a vivir por siempre en consorcio con la sombría noche.
Se
sentó, todavía algo agitado. Yo estaba atónito.
-Señor
Guillermo- balbuceé-. Si esto es una broma, creo que está demorándose
demasiado...
Volvió
a levantarse.
-¡Oh,
cielos!- aulló-. Para vos soy sólo un bufón. Pero, ¿qué ha de hacer un hombre
sino estar alegre?
Se
dejó caer en la silla, aparentemente extenuado, y continuó bebiendo. Yo,
entretanto, me hallaba sumergido en un estado de estupefacción que no he
logrado igualar estando despierto. Esta pantomima, esta suerte de diálogo de
locos se repitió durante un largo rato. Más o menos, hasta que la cerveza (o lo
que fuera ese líquido, ya que nunca lo probé) se agotó. Comprobé que bastaba
con que yo enunciara cualquier frase para que él se despachara con una cita
shakesperiana, una autocita. A veces, la relación de estas citas con el
comentario precedente era lineal, directa, al menos visible. Pero en otras,
esta relación era más bien confusa, sólo explicable dentro del supuesto
razonamiento de aquel individuo. De golpe, llegué a dudar seriamente de la realidad
de ese sueño, de su identidad. Todo era demasiado exagerado, demasiado
burlesco. No se parecía en absoluto a mis demás creaciones.
-¿Esto
es un sueño de verdad?- le pregunté, arrancándolo de sus meditaciones.
-Un
sueño no es en sí más que una sombra- sentenció.
Ahora
hablaba sin levantar la vista. Miraba el suelo con los ojos entrecerrados, como
aguardando una inminente aparición. Me hartó. Con cierta brusquedad, me
levanté, dejando sobre la mesa el vaso con su contenido intacto.
-Me
marcho señor, y no os incomodaré más- anuncié.
Me
miró a los ojos por primera vez, casi sonriendo, creo.
-Así
me probarás tu afecto. Toma esto- dijo, lanzándome también una moneda-. Vive y
sé feliz... Adiós, buen compañero.
Dí
un par de pasos en cualquier dirección, pero me detuve. De alguna forma, sentía
que no estaba todo dicho todavía. Sentía que la escena estaba incompleta. Me
volví y le pregunté:
-¿Nos
volveremos a ver, don Guillermo?
El,
que había regresado a su lectura, levantó su rostro hacia mí, mirándome como si
ya me hubiese olvidado, y exclamó:
-Cuando
finalice el estruendo, cuando la batalla esté ganada o perdida.
Después,
bajó la vista y lo perdí. Retrocedí un par de pasos, en realidad sin saber qué
hacer. Di la vuelta y comencé a caminar, sin rumbo definido. Caminé obligándome
a no mirar atrás. Caminé horas, hasta cansarme. Entonces, decidí despertar.
Me
costó mucho reponerme de esa experiencia, en todos los sentidos. No me levanté
en una semana, excepto para lo indispensable. Gradualmente, fui replanteándome seriamente
mi obra, mi poder. En realidad, estaba desilusionado, profundamente. Sentía que
ya no era como hasta entonces, había perdido sentido. Conseguía imágenes
reales, hechos reales, pero no había un encuentro verdadero. El contacto era
ilusorio. Entonces, concluí, mi poder era incompleto y, por lo tanto,
imperfecto.
Deliberadamente,
fui desprendiéndome de él. Pero, con el tiempo, volví a reconsiderarlo, esta
vez desde un punto de vista distinto. Tal vez, pensé, el poder era cierto,
eficaz. Lo nocivo había sido en realidad el sueño aquél. Decidí que había sido
un error, una excepción aislada. Decidí
que yo había sido víctima de una fiebre shakespeariana, llamémosla así.
De
cualquier forma, dormía poco. Y lo poco que dormía, era pura y sencillamente
dormir, sin ningún soñar. O soñaba con cosas, objetos rígidos e impávidos,
definidos pero inútiles. Así, transcurrieron un par de meses.
Ayer,
pretendiendo distraerme, fui al cine. La película era lo de menos. Un thriller
romántico con un final pseudo-feliz (para los personajes, obviamente). Pero una
actriz, no la protagonista, sino otra, que desempeñaba un papel secundario, era
fantástica, simplemente excepcional. Franco-austríaca-alemana, o algo así. Eve,
Ava, Ive, no recuerdo bien su nombre. Pero tengo que conocerla. Verla cara a
cara, tocarla. Y por eso, nada más, he decidido volver.
Esta
noche, voy a soñar con ella.
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