Acaso las cosas no ocurrieron precisamente de la manera en que voy a relatarlas, aunque es lícito sospechar que (más inconsecuentes, con un poco menos de ilación) ocurrieron sustancialmente así.
Todo comenzó un martes a la mañana. En realidad, no se si
“todo”, y tampoco se si “comenzó”, pero estoy seguro de que era un martes. Yo
iba en mi bicicleta hacia el trabajo. Soy un maquinista, trabajo en una fábrica
y soy uno más del montón. Mi jefe no conoce mi nombre, ni siquiera sabe que
existo, pero si yo llegara veinte minutos tarde, al día siguiente estaría en la
calle, irremisiblemente. Mi trabajo se reduce a accionar un máquina que sella
herméticamente cajas de duraznos que van a parar al extranjero. Yo estibo la
caja hasta la plataforma, la dispongo correctamente, acciono una palanca-pedal
y la máquina hace el resto. Y eso, esa operación, ocurre unas dos mil
novecientas veces al día. A primera vista, puede parecer algo sencillo, pero es
una labor que también tiene su secreta ciencia. Si mi mano se desviara apenas
unos centímetros al momento de accionar la palanca-pedal, quedaría también
sellada, y entonces yo tendría que unir mi existencia a la de esa caja de
duraznos y emigrar juntos al extranjero. Puede parecer también que es un
trabajo un poco agotador, pero con el tiempo, la experiencia y la costumbre,
uno descubre que más allá del límite aparente del cansancio físico hay otras
instancias, más complejas, más tumultuosas.
A decir verdad, desde muy joven,
yo soñaba con ser músico, un pianista. Pero mis padres no podían comprarme un
piano, por supuesto. Apenas si les alcanzaba para mis lecciones. Vanamente,
intentaron convencerme de que eligiera un instrumento más pequeño, más
accesible: una guitarra o una flauta traversa. Pero fui inflexible: piano o
nada. Y fue nada. Así me vi obligado a archivar poco a poco y para siempre mis
ilusiones de convertirme en un célebre concertista. Pero todavía conservo la
misma pasión y el mismo oído enamorado, claro. Y tengo una colección de discos
que es mi pequeño tesoro, mi orgullo.
Ese martes iba un poco retrasado,
así que corté camino por un campito, pedaleando cada vez con mayor ímpetu. Casi
a mitad de camino entre mi casa y la fábrica hay una rotonda. Es relativamente
nueva, tendrá no más de cinco años. Yo nunca la cruzo, por nada del mundo. Los
autos salen de la nada, embisten lo que se les ponga delante y desaparecen. Por
eso nunca cruzo. Antes, iba a comprar a un supermercado que quedaba del otro
lado. Sólo que antes, todo era un único lado. Cuando construyeron la rotonda,
dejé de ir.
Pero ese día, cuando ya estaba
dejándola a mis espaldas, un brusco llamado me detuvo. En un principio, dudé si
yo era o no el destinatario de ese llamado, pero un nuevo grito me despejó la
duda. Era para mí. Di media vuelta y ahí estaba la vieja, como grabada en relieve
sobre el fondo urbano, como si en realidad no estuviese allí. Estaba parada
unos metros detrás mío, a mi izquierda. Lo primero que llamó mi atención fue el
saco que llevaba puesto, demasiado grande para ella, y de un color cómico,
infame, de una tonalidad rojiza. Sostenía una bicicleta despintada y una nena
rubiecita la acompañaba. No se por qué, en un primer instante, me pareció que
la nena estaba retrocediendo lentamente.
-Señor- dijo la vieja-. Venga,
por favor...
Volví a dudar, creo, un par de
segundos. Y seguía dudando, mientras me acercaba, todavía subido a mi
bicicleta.
-Buen día- dije-. ¿Qué pasa?
-Señor, usted que tiene que
ayudarme- dijo ella, en un tono suplicante que no condecía exactamente con el
gesto que representaba su rostro.
-¿Qué pasa?- repetí yo.
-Mi bicicleta está pinchada,
señor. Debe haber sido una espina o algún vidrio...
-¿Y yo qué tengo que ver?- aduje
instintivamente.
-Vea señor- y la mujer no
abandonaba el tono lastimero-. Quiero cruzar la rotonda hasta la estación de
servicios, para que por lo menos me inflen la bicicleta, pero no me animo a
cruzar con la nena...
Reparé en la nena. Tendría unos
siete años. Llevaba unos pantalones rotosos, de color impreciso. Tenía ojos
celestes, pero de un celeste casi gris, desganado. No me costó demasiado
aceptar que era la hija (o mejor, la nieta) de la vieja. Otra vez, no pude
escapar de la sensación de que la nena estaba retrocediendo, como intentando
zafarse de la escena.
-De todos modos, no entiendo qué
quiere usted que yo haga, señora- dije, intentando retardar lo inevitable.
-Quiero- dijo ella, recalcando
con precisión cada palabra- que usted se quede con la nena mientras yo cruzo la
rotonda hasta la estación de servicios. Por favor, señor. No por mí, sino por
ella...
Intentó de nuevo un gesto de
abuela bonachona, pero no le salió demasiado bien. Entonces, comprendí que yo
no tenía salida. Miré en todas direcciones, buscando un posible reemplazante
para la tarea que se me quería imponer, pero fue inútil. Yo sabía que era
tarde, que desde el principio iba retrasado, pero de todas formas acepté. De
mala gana y resoplando, me arrimé a la pareja. Con una celeridad insólita, la
vieja agarró a la nena de la remera y la aplastó contra mi pierna.
-Gracias, señor, gracias-
murmuró-. Dios se lo pagará...
-Bueno, pero vaya y vuelva
rápido, señora, que yo estoy muy apurado- la intimé-. No puedo quedarme mucho
tiempo con su nieta.
La vieja, que ya se iba, me miró
e inició un gesto raro, que quiso ser una sonrisa, pero que se quedó apenas en
eso, en un gesto que no alcancé a descifrar. Después dio media vuelta y se fue,
sin decir nada más, qué otra cosa iba a decir. Cruzó la rotonda sin esperar,
esquivando los autos y los autos esquivándola a ella, con los movimientos
desarticulados de una máscara de comparsa. Llegó al otro lado, bajó a la calle
en la que se iniciaba el otro barrio, el nuevo barrio, cruzó y enderezó hacia
la bendita estación de servicios. Y aquí llega lo grave, lo patético de mi
historia (aunque no lo más grave ni lo más patético): yo soy miope, soy
terriblemente corto de vista, y en un día cualquiera, aún a pleno sol, mi
visión definida no va más allá de los cincuenta metros. Después de ese límite,
el mundo es para mí es algo desdibujado y misterioso. El caso es que la maldita
estación de servicios estaba a más de cien metros. Hasta un punto determinado
yo pude distinguir a la vieja, primero por el manchón inconfundible de su saco,
pero más que nada por no haberle quitado los ojos de encima en ningún momento.
Pero toda persona que es miope sabe lo tremendamente improbable que es
recuperar un punto cualquiera en el espacio a cien metros de distancia después
de haberlo perdido. Durante un ínfimo lapso, cerré los ojos, agotados por el
esfuerzo, y cuando los abrí, la vieja ya no estaba: se había perdido en esa
multitud borroneada, en esa masa nebulosa. Me maldije por no llevar encima mis
anteojos, pero me maldije sabiendo que era un olvido justificado, porque dónde
se ha visto un maquinista con anteojos.
El no poder ver, sumado a que yo
había perdido el sentido del tiempo, me hizo entrar en un estado de
desesperación creciente, en un pasillo lleno de desesperación. Entonces, fue
cuando ocurrió lo que yo entiendo como un pequeño milagro, uno de esos simples
prodigios a los que asistimos diariamente, que vemos sin ver. Entonces fue
cuando bajé la vista y, quizá por primera vez, miré a la nena.
La miré directamente a los ojos,
sin detenerme en el resto. El celeste vago de sus pupilas fue afianzándose
gradualmente, fue haciéndose cada vez más denso, más poderoso, hasta
convertirse en un azul rabioso, ardiente. Continué mirándola y ella siguió
devolviéndome la mirada, impertérrita, durante un tiempo indefinido. No
pestañeaba, parecía no tener párpados. Ella me hipnotizó. Me hizo caer en un
trance, me hizo alucinar. Entre mis fantasías más porfiadas, la nena crecía, se
volvía gigantesca; en otra, se desnudaba delante mío y comenzaba una danza
grotesca, imitando los movimientos de una oruga; en otra, la última, envejecía,
y entonaba, siempre inmóvil, una triste canción de cuna; y mientras tanto, yo
sentía desfilar infinitos soles e infinitas lunas sobre nosotros.
De repente, la bocina bestial de
un camión me devolvió a la realidad. El sol se había adelantado unos grados
hacia el oeste. Deduje con frialdad que (en el último de los casos, y aún
salvando todos los contratiempos posibles) la vieja no podía demorarse tanto.
Entonces supe que ella nunca volvería. Miré a la nena en silencio,
preguntándome previsiblemente qué alma atroz, o bien qué alma noble bajo qué
circunstancias abrumadoras, sería capaz de aquel infame acto de abandono. Era
una situación difícil, pero una cosa era bastante certera allí y en ese
instante: yo no podía llevarla conmigo al trabajo. Y así, parado en las
descriptas circunstancias, abarrotado, intentando echar un poco de luz sobre
mis pensamientos, pensé por un segundo, sí, pensé en dejarle la nena encargada
al primer ser humano que pasara.
Entonces fue cuando mi
maravillosa maldad me iluminó: imaginé por un instante que tal vez la vieja, esa
satánica y santa vieja, no fuera la madre ni la abuela ni nada parecido de la
nena. Aunque, pensándolo bien, ella nunca había dicho tal cosa: todo había sido
una asociación de ideas mía. Pensé que, como a mí, alguien se la había
encargado en un encuentro anterior. Y no sólo eso: yo ni siquiera era el último
en esa serie, sino apenas un eslabón más, perdido en esa cadena, en esa
paradoja eleática. Y así, entonces, esa nena venía siendo encargada y recibida
durante días y días y quizá meses y quizá años. Así, ad infinitum, la recibían
y se la sacaban de encima como un billete falso, como una brasa ardiendo.
Me sentí repentinamente estúpido,
repentinamente culpable. Extrañado, advertí que comenzaba a despuntar el
mediodía. Definitivamente, no eran horas de presentarme en el trabajo. Decidí
no ir, decidí que tal vez nadie notaría mi ausencia. Así que, resoplando y de
mala gana, di media vuelta la bicicleta y me volví a casa, con la nena en
brazos. Fue tan raro ese trayecto de regreso: la nena siempre en silencio, y yo
escuchando con abrumadora nitidez cada espacio de ese silencio y el chillido
constante de las ruedas de la bicicleta contra el áspero asfalto. Y aquí fue
cuando sucedió lo que yo entiendo como lo más grave y lo más patético de mi
historia: allí, regresando, me pareció oír (más bien, pude oír) entre los autos
y las bocinas y todo ese bochinche, el Kyrie, de la Misa Solemnis en Re Mayor,
de Beethoven. Tal vez, la música se colaba al exterior por la ventana de alguna
casa. O bien, la compleja combinación de ruidos naturales y artificiales la
había engendrado en mi cabeza. Pero lo cierto, lo innegable, era que yo estaba
oyendo el Kyrie de Beethoven, que fluía hacia mí desde los recovecos, desde los
abismos secretos de la ciudad. Y lo oía como si todo fuese una película, y con
todo el asombro que sentiría el protagonista de una película al escuchar la
música de fondo que sólo oyen los espectadores.
Si este es el incómodo final de
mi historia, no lo se. En realidad, tampoco estoy seguro de que las “historias”
tengan “finales”. Los finales son falaces, los finales mienten, porque
unifican. Nada termina; nada comienza, tampoco. Percibimos el instante: lo que
vemos y lo que tocamos, los sonidos que elegimos oír de la desordenada sinfonía
que es el mundo, el aire que inconcientemente respiramos. Todo es,
continuamente, constantemente, el ahora.
Es domingo. Es un día franco,
diáfano. El sol se desparrama displicente a lo ancho de las calles. Unos perros
se disputan una bolsa de basura. Desde una casa vecina llega un intenso olor a
humo y a carne asada. Miro por la puerta entreabierta. La nena juega. Está
golpeando el parral de casa con una vara larguísima, y entonces un montón de
uvas se le caen encima en una lluvia dulce y redonda, y ahora ella se ríe con
una risa insospechada, desconocida, conmovedora. Más que risa, parece música,
parece canción.
Se llama Kyrie. Es mi hija.
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