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Sin Título

Sentado en el café mira hacia la calle. El humo del cigarrillo, que lo circunda, el gesto inmóvil, la actitud pensativa, el aparente estatismo, lo asemejan a un cuadro impresionista. Y como detrás suyo, en la pared, cuelgan reproducciones de Monet, Renoir y Cézanne, es como si se hubiera escapado de uno de esos cuadros. Es un cuadro viviente.
Toma el café con displicencia. Mira y piensa. Allá en la vereda de enfrente, hay un gitanas diciéndoles la buenaventura a los ocasionales transeúntes. Pero casi nadie se detiene, ni siquiera les prestan atención. Es como si, en realidad, no estuviesen allí. Las gitanas han ido perdiendo credibilidad con el correr de los ciclos. Sus predicciones abstractas has sido destronadas, reemplazadas, borradas. De repente y como atendiendo a una señal secreta y silenciosa, se levantan todas a un tiempo y se marchan. ¿A dónde irán? ¿Dónde vivirán?, se pregunta. Son las ocho de la mañana. La ciudad despierta.
Sentado, reclinado levemente sobre la mesa, garabatea signos dextrógiros en una servilleta. Cuentas de agua, de luz, de gas, de teléfono. Cuentas insensibles. Jueces. La chica del mostrador, respondiendo a una ademán suyo, le arrima el tercer café. Lo sirve casi sin mirarlo. No intenta hablar con él, mucho menos sonreírle. Sólo sirve, da la vuelta y se va.
-Esa mujer me dejó solo- piensa-. Me abandonó a mi suerte...
Se pasa el dorso de la mano por la frente. Afuera hace un frío antártico, pero él transpira.
-Su amor no era sincero, no era real. Ahora estoy solo...
-Sos muy inseguro, Nicolás...- la voz de ella seguía zumbando en sus oídos, seguía llenándolo.
-Inseguro...
Mira los objetos que lo rodean, que de algún modo, por contraposición, lo definen. Todos respondiendo a un orden aparente, todos inmóviles, sonrientes y precisos. Como ella: precisa y sonriente, al apostrofarlo, al irse. Como la mujer que ahora limpia el mostrador. Entonces, no ser preciso y sonriente es ser inseguro, razona. Se palpa el costado izquierdo, en la zona lumbar. Siente una opresión asfixiante, corrosiva.
-Seguridad...- desmenuza la palabra con perezosa resolución, la repite hasta cansarse en voz más o menos alta.
Incrusta en su organismo ese tercer y último café y se limpia la boca con la misma servilleta en la cual hacía la contabilidad hace unos minutos.
-Ahora estoy solo- dice entre dientes-. Con lo que gano, ya no voy a poder pagar todas estas cuentas...
Se levanta y avanza hacia la chica.
-Son diez pesos con cincuenta, señor- dice ella, con una sonrisa tan insulsa como la del dentista mientras hurga en una boca ajena.
Entonces saca el revólver y lo empuña instintivamente, por un instante lejos del asco, del rencor, del desconsuelo. Luego, dispara. Dispara casi sin apuntar, dispara a toda la mujer.
-Ahora estoy solo- dice.
Introduce ambas manos en la caja registradora y agarra todo lo que encuentra. Recién son las ocho y media de la mañana. Apenas hay unos pesos, algunas monedas.
-Con lo que gano, ya no voy a poder pagar todas esas cuentas...
Se mete las manos en los bolsillos y suelta el dinero dentro. Mira hacia el exterior a través de los ventanales. Afuera, la vida continúa, sigue su curso inexpugnable. Una banda de perros cruza la calle, deteniendo literalmente el tránsito. Es época de celo. Ya nadie se altera por un disparo en este presente, mucho menos a estas horas de la mañana. La ciudad duerme.
Adentro, la sangre de la chica va formando un charquito breve, opaco, en las baldosas del café. Mira ensimismado, embobado. No había visto nunca sangre así: sangre emergiendo rítmicamente del cuerpo, como si cada latido la expulsara. Cada latido apresura el final.
Una bocina lo devuelve a la realidad. Regresa, entiende que no debe permanecer allí. Se dispone a salir, ya está a punto de traspasar la puerta, pero entonces una idea, algo parecido a una idea, pero más hondo, más visceral, lo detiene. Da media vuelta y, de una patada, hace volar la silla. Después, levanta un fragmento de madera y lo sopesa, como quien inspecciona el quilataje de un diamante. Lo empuña con firmeza y comienza a blandirlo. Queda fascinado con el sonido, el peso, la sensación. Y luego, súbitamente, sin dudar, como subordinado a un plan, ataca la sarta de cuadros de la pared. Uno tras otro, caen Renoir, Monet, Manet y Cézanne heridos, abatidos, muertos.
-Inseguro- dice, sonriente.
Una vez que termina con los cuadros, sigue con las demás sillas, las mesas y los vasos. Todo, cada ruido le produce una singular satisfacción, y cuando el vaso final se hace trizas, suspira aliviado.
-Seguro- corrige, casi sin aliento.
Transpira. Saca su pañuelo y se lo pasa reiteradamente por el rostro. Extrañado, advierte que ya no lleva el arma. La busca insistentemente con la mirada, sin moverse. Pero no la encuentra. Entonces la olvida. Luego, cierra los ojos y respira, una y otra vez, largamente, sonoramente, hasta lograr una actitud serena, la actitud serena y desnuda de un olvido, de una ignorancia. Después, abre los ojos, da tres pasos largos, franquea la puerta y se va.
Ahora, va por la calle con otra cara, otro cuerpo. Lleva las manos a los bolsillos, el paso lento pero firme y la mirada despierta. En una esquina, un policía fuma su tercer cigarro de la mañana. Hace frío todavía y la última oscuridad no cede. El humo del cigarrillo se confunde con el aliento cálido. Levanta la mano y saluda. El policía lo mira con desdén y sigue fumando.

Mira en ambas direcciones de la calle y luego cruza. Avanza con placidez. Siente fluir en su interior una ola de sangre nueva. Íntimamente, se siente otro. Otro hombre diferente. Un hombre sobrio, solvente, sapiente. Un hombre que irradia fuerza y vivacidad. Un verdadero hombre. Seguro.

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