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El Pasajero

“Rispuose: ‘Vedi che sonno un che piango’”.
Inferno, VIII,36.

En ese tiempo, yo estaba viviendo con mi abuela, porque mi madre había conseguido trabajo en Neuquén. En un comedor, creo. Según dijo, vendría a visitarnos cada quince días. Mi abuela vivía en otro barrio, en la otra punta de la ciudad, así que yo tenía que ir y volver a la escuela en colectivo. Cada viaje duraba como una hora. Y para mí, una hora era (y sigue siendo) una eternidad.
Yo estaba en cuarto grado. Mis amigos vivían todos en el mismo barrio, en mi barrio. Después de la escuela, tomábamos la leche, pedíamos permiso para salir y ya no volvíamos hasta la noche. Pero el barrio de mi abuela era aburridísimo, era una colección de catacumbas. No se escuchaba jamás un grito, ni el bullicio típico de chicos jugando. Nada. Descubrí horrorizado que era un barrio de viejos. Entonces, cada viaje de vuelta en colectivo era como caminar al cadalso.
En ese colectivo, yo no conocía a nadie. Había cinco o seis chicos, no los conté nunca. Pibes anónimos, parias, apátridas cuyos padres castigaban enviándolos a un colegio lejano: por tradición, porque ellos habían ido a esa misma escuela, porque se habían mudado recientemente o simplemente para que tardaran más en volver a sus casas. Esos pibes no se daban con nadie. Imposible hacer amistad con ellos, ya que después de clases retornaban a sus barrios de origen y ya no se los volvía a ver hasta el otro día o hasta el lunes. Yo tenía miedo de que mi madre se quedara para siempre en Neuquén. Yo tenía miedo de convertirme en uno de esos pibes.
Se sentaban todos juntos. Alguna que otra vez, intenté entablar conversación con ellos, pero eran individuos muy cerrados, resignados a su destino. Respondían a mis fáciles preguntas con monosílabos, o bien se dedicaban a dormir durante el trayecto. Mágicamente, despertaban una o dos cuadras antes de llegar a su destino. Pero había uno que era  diferente. Venía de otro colegio, supongo. Cuando nosotros subíamos, él ya estaba allí. Se sentaba solo, en las butacas del fondo. Exageradamente erguido, sí, pero daba la sensación de que no tenía huesos, de que era invertebrado. Parecía una oruga. Oruga. Así le decía yo en mis adentros.
Era alto, como de séptimo grado. El guardapolvo le quedaba raro. A veces, se recostaba en esas butacas y dormía él también todo el viaje, la cara contra el largo respaldo. Otras, sentado con la vista perdida, sacaba la mano por la ventanilla y ahí la dejaba durante cuadras y cuadras. Eso me exasperaba. Yo miraba disimuladamente, esperando, deseando, o bien que devolviera la mano al interior del colectivo, o bien que un certero camión se la volara al demonio. Pero nada pasaba. Además, yo me bajaba antes que él. La primera oscuridad ya amenazaba y yo veía a la mano perderse en calles angostas y polvorientas.
Así pasaron varias semanas. Un día, un viernes, creo, llovió muchísimo. Había llovido durante toda la noche. Yo, la verdad, muchas ganas de ir a la escuela no tenía, pero la casa de mi abuela era tan divertida como la municipalidad un lunes por la mañana. Así que lo mismo fui. Previsiblemente, en el curso éramos, como mucho decir, diez personas, incluyendo a la maestra. Y a la vuelta, en el colectivo, éramos solamente tres: un pibe cualquiera, la Oruga y yo.
Ese día, como otros, estaba leyendo un libro de tapas negras. En un principio, no sé por qué, se me dio porque era la Biblia. El paisaje del recorrido que hacía el colectivo era de por sí aburrido. Y, con la lluvia, era aburrido y además triste. Así que junté valor y lo encaré.
-¿Qué estás leyendo?- le pregunté, encaramándome en algún asiento delante suyo y optando deliberadamente por un tono de confianza.
No dijo nada. Simplemente me mostró la portada del libro. “Divina Comedia”, decía.
-¿Y eso qué es?- pregunté. ¿Un libro de chistes?
Me miró. Estaba como vacío. Entonces habló, por fin.
-La mayor parte sí- dijo-. Pero el resto es bastante serio- y luego agregó, como recordando-: Se lo dejó olvidado un tipo, en un asiento.
Volvió a callar. Tenía una voz ronca, ríspida. El silencio parecía más hondo, más vertical ahora, en comparación con sus recientes palabras. Esa profundidad me intimidó, me avergonzó, de repente. No encontraba nada que decir, nada importante, nada conveniente, nada que no pareciera propender a la frivolidad, a la estupidez. Pero él me salvó.
-¿Cómo te llamás?- su voz era glacial pero amistosa, si es que esto es humanamente posible.
Le dije mi nombre. Me dijo, a su vez, el suyo. El nombre no parecía corresponderse con el cuerpo.
-Vas a la escuela 224.
No fue una pregunta, sino una afirmación, pero igual respondí.
-Sí... ¿Cómo sabés?- pregunté.
Suspiró y miró la ventanilla.
-Te veo todos los días- y sin dejar de mirar la lluvia, agregó-: Los veo a todos, todos los días...
La lluvia se había intensificado. Aquí y allá, la gente ingresaba en casas y negocios, subía a taxis o apresuraba el paso y aún corría para llegar lo más pronto posible a su destino.
-¿A qué grado?- volvió a preguntar la Oruga. Para mí seguía siendo la Oruga.
-Cuarto.
-Tenés diez años.
-Once- corregí-. Los cumplí en abril.
-Feliz cumpleaños- dijo secamente.
Sentí que el diálogo se moría.
-¿A qué grado vas?- arriesgué.
Sonrió. No respondió.
-¿Cuántos años tenés?- intenté de nuevo.
Volvió a no decir nada.
-¿Por qué no me respondés?- lo increpé con alguna violencia-. ¿Qué te pasa?
Entonces, me miró directamente a los ojos y fue como si me hubiese dado un martillazo en la cabeza, pero golpeando de adentro hacia afuera.
-Estoy cansado...- exhaló.
Lo dijo con un tono claramente desgarrador. Sentí lástima, o algo muy parecido a la lástima, por él. Inmediatamente, descubrí en su rostro que ese era exactamente el sentimiento que anhelaba despertar en mí. De cualquier forma, ese descubrimiento no amortiguó mi parecer.
-¿De qué?- lo impulsé a hablar.
-De viajar- dijo rápido, como escupiéndolo.
La densidad de sus palabras me apesadumbró, me aplastó. Dejé de mirarlo. Ahora, la lluvia era como una pared continua, sostenida, infranqueable. El colectivo, avanzando en medio de las calles, parecía un sólido penetrando otro sólido. Entretanto, yo ni siquiera sabía en qué punto de la ciudad me hallaba. Tal vez, ya debería haberme bajado. No reconocía nada, había perdido el sentido de la orientación. Miré sin mirar y sin comprender a mi alrededor un par de segundos. Allá adelante, el otro pibe miraba la lluvia con la boca entreabierta, como un idiota, hipnotizado. De nuevo, la Oruga retomó la palabra.
-Falta todavía...
-¿Para qué?- pregunté, volviendo en mí.
-Para llegar a la casa de tu abuela. Faltan como diez cuadras todavía.
-¿Cómo sabés?
-Me conozco el recorrido de memoria. Ahora estamos en Pompeya y Santa Cruz ¿no ves?- y señaló un punto exacto allá afuera, detrás de la lluvia.
Me esforcé, pero no pude ver nada. De todos modos, no hacía falta. Yo le creía.
-¿Y cómo sabés que voy a la casa de mi abuela?
Cerró los ojos. Confieso que, a esa altura, algo de su afectación comenzaba a irritarme.
-Mirando- dijo brevemente.
-¿Mirando qué?- estallé.
Entonces reaccionó.
-Mirando, nene, mirando- alzó considerablemente la voz, aunque bastante lejos de un grito-. ¿Vos nunca mirás?- hizo una abrupta pausa-. Mirando...- repitió.
Tuve como miedo. El, como si le demandara un esfuerzo desmesurado, comenzó a masajearse la frente con la mano derecha. Creo que fue el único movimiento completo, continuo, que le vi efectuar.
-Falta poco, nene- exhaló-. Si querés preguntarme algo, apurate...- el tono era suave y áspero a la vez, igual que al principio.
Me sentí al borde de un precipicio. Me sentí ante un jurado, un tribunal. Me sentí ante un viejo patriarca desterrado. Entonces, el colectivo frenó pesadamente y bajó el pibe de adelante. El bajaba dos cuadras antes que yo. El colectivo viajaba lento, a causa de la lluvia, lo que me daba por lo menos un minuto de margen.
-¿Dónde te bajás?- pregunté.
Sonrió de nuevo con esa sonrisa cínica, entre desafiante y desahuciada.
-Vos te bajás- dijo, y agregó-: Yo sigo...
Pero no me conformó.
-¿Quién sos?- arriesgué-. ¿Qué sos?
Entonces lo dijo.
-Ya ves- replicó lento, amasando cada palabra-: Alguien que está viajando...
Lo dijo con delectación. Eran sus líneas. Ahora lo sé.
Era el fin. Era el fin, y yo intuía que ya no habría otra oportunidad. Era el fin y él me respondía con acertijos. Me sentí un incapaz: un incapaz de abarcarlo, de apuntalarlo, de hacerlo confesar. No podía. Me faltaba tiempo, me faltaba espacio, me faltaban palabras. Me faltaba todo.
-Tenés que bajar, nene...- dijo, casi con ternura, creo.
Con lentitud, me adelanté. Es decir, me adelanté respecto del colectivo, pero retrocedí respecto de la Oruga, que seguía sentado insólita, invertebradamente, en los bancos del fondo. Murmuré una despedida, di unos pasos, pero entonces, una súbita iluminación me detuvo. Drástico, di la vuelta y me saqué la mochila. Busqué dentro, saqué un libro y, extendiendo el brazo, se lo alcancé. Era “Los desterrados”, de Horacio Quiroga. Estábamos leyéndolo en Lengua. Lo recibió en silencio.
Con alguna dificultad, volví a ponerme la mochila y le dí la espalda. No me despedí, supongo que porque ya lo había hecho antes. Avancé despacio, aferrándome a los pasamanos verticales (los únicos a los cuales yo llegaba entonces) hasta llegar al lado del colectivero.
-En la esquina- anuncié.
El colectivo frenó y yo bajé. En ese lapso, no había mirado hacia atrás. Seguía lloviendo. Chillando, el colectivo arrancó. Entonces, alcé la vista. Esperaba algo, no sé qué: tal vez su cara, desfigurada a través de los vidrios mojadas, o su mano saludando, o su mano, simplemente. Pero no pasó nada. El colectivo huyó, desapareció, hundiéndose en la lluvia.
Miré, automáticamente, en ambas direcciones. Todo era agua. Un telón    opaco e inasible de agua. Sentí frío. Comencé a caminar. Eran dos cuadras y media hasta la casa de mi abuela. Y ya ahí, mientras caminaba, comencé a sentirme extraño, aislado. Me sentí un personaje. O mejor, nos sentí (él y yo) dos personajes. Sólo que alguien, uno de los dos, había equivocado su actuación, había malgastado su papel. Alguien, uno de los dos, había fallado. Al principio, y durante mucho tiempo, pensé que era yo. Ahora, no estoy tan seguro.
Esa noche, dormí muy mal. Tuve fiebre, creo, deliré. El día siguiente, sábado, me levanté solamente para almorzar. Recuerdo que recién por la tarde paró de llover. Desde la ventana del cuarto que me había asignado mi abuela miré sin asombro el atardecer, triste, desganado. Me sentía incómodo, incompleto. Sentía que algo no estaba en sus cabales: el tiempo, el espacio, algo de eso, una entidad que permitía la vida diaria y que ahora se había fisurado, falseado. Y en consecuencia, todo, o algo al menos, se había contaminado, se había convertido en un error creciente, constante, perpetuo.
Mi madre regresó repentinamente el domingo por la mañana. Habían clausurado el comedor, dijo. A la noche, ya estábamos de vuelta en casa. No recuerdo si eso me alegró o me entristeció. Tal vez, las dos cosas. Tal vez, ninguna de las dos.
Mi abuela falleció un par de meses después. Según tengo entendido, de un derrame cerebral. Por todos los medios a mi alcance, me resistí a regresar a aquél sitio; y logré sortear el velorio, porque mi madre temía por el efecto que esa experiencia causaría en mí, más tarde o más temprano. Pero, al cabo de algunas semanas, no pude zafarme de acompañarla a una entrevista con un tipo que, increíblemente, estaba interesado en comprar aquella casa. Esos dos viajes en colectivo (el de ida y el de vuelta) fueron un verdadero calvario para mí. En todas las caras veía a la Oruga; en todos los cuerpos, sus dramáticas contorsiones. Traté de dormir algo, pero me fue imposible. Debí soportarlo todo absolutamente despierto.
Luego del período de obvias negociaciones, la casa fue por fin vendida, y ya no hubo más razones por las que regresar a ese barrio infernal. Ya no hubo más viajes que lamentar. Aún así, durante mucho tiempo, mantuve vívida la imagen del rostro de la Oruga en mi memoria. Gradualmente, sus palabras fueron desplazando a esa imagen.
De lo que hemos amado y perdido, solemos conservar íconos, símbolos que nos sirven para evocarlo y, a veces, acaban por sustituirlo. A lo odiado, aludimos constantemente, por partidismos, por confrontación. De otras cosas, sencillamente guardamos silencio.

Creo que nunca más volví a subir a un colectivo. Vivo a diez cuadras de mi trabajo, en tribunales. Prefiero caminar.

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