Mañana pálida de marzo, para mitigar, para cubrir,
para ocultar, para amortajar. Saliste a caminar. Llovía.
La escena era conmovedora y clásica. Avanzabas lenta, distraída, densa. La
lluvia caía con fuerza titánica, rebotaba contra el pavimento y volvía a llover
desde abajo. Te dejaste llevar, pensando casi en nada. Miraste.
Pocas
personas, aquí y allá, surgían y desaparecían, se aventuraban a la intemperie y
se amparaban en los rincones. La lluvia los borroneaba, se los llevaba y volvía
a traértelos. Vos mirabas, entre curiosa e indiferente. Todos te atraían en
algún sentido.
Un canillita voceaba su periódico en algún lugar.
Solamente lo escuchaste. De repente, sentiste que el obsesivo viento del otoño
estaba jugando con vos. Entonces lo ignoraste. Abandonaste los sonidos y te
dejaste llenar por las imágenes. Pero todo estaba inmóvil, todo era fantasma.
Sacaste un cigarrillo de algún lugar y lo encendiste.
Pero la lluvia enemiga la apagó, lo inundó, lo destruyó. No te importó.
Escupiste los restos en tu mano, amasaste un pequeño bollo y luego te lo
llevaste a la boca. Todo junto, papel, agua y tabaco. Con los años, con la
acumulación agresiva del tiempo, habías aprendido a aceptar ciertas cosas.
Algunas con fe, otras con resignación. Masticaste con alegría.
Llegaste a la estación. “Constitución”, decía
un cartel, pero a través del agua te fue perfectamente imposible descifrar los
signos que componían esa palabra. Abrumada, pensaste, descubriste que todo era
símbolo, todo era otra cosa. Las caras no eran caras de hombre ni caras de
mujer. Las caras eran máscaras. Estabas harta.
Parada, esperaste una porción indefinida de tiempo. En
ese limbo, soñaste con hermosa vaguedad: animaste tu mente y mensuraste tu
alma, rememoraste tu vida y reviviste tu muerte, recordaste unas cosas y
olvidaste otras.
El tren llegó armando un escándalo. Pero nadie se alarmó.
Dijiste en tu interior: “Algunas sensibilidades han desaparecido, otras
están en extinción. ¿Habrá alguna nueva, gestándose, naciendo, en
compensación?”. Se detuvo, por fin, enfrente tuyo, invitándote,
incitándote. No pensaste. Subiste, simplemente. Romántica y metódica, te
sentaste junto a la ventanilla.
Las casas, las calles, las plazas, comenzaron a
moverse, a desfilar ante tus ojos. “Estoy viajando”, te murmuraste. El
mundo era un caleidoscopio. El tiempo comenzó a despegarse del espacio.
Sentiste que numerosos mundos estaban confluyendo en ese instante. Esos mundos
a veces se superponían, se compartían, se rozaban casi, pero nunca se tocaban
verdadera, completamente. Con tristeza, pensaste: “El universo de los
objetos y el universo de los hombres son incongruentes entre sí”.
Entonces, todo comenzó a correr cada vez más rápido,
cada vez menos nítido, hasta convertirse en un manchón incoloro, uniforme. En
algún momento de la secuencia, el caleidoscopio se había roto. Te sentiste
súbitamente mareada.
Soñaste, tal vez dormiste. Despertaste con el estómago
revuelto y con las piernas contracturadas. Entonces el tren se detuvo,
drástico, como si lo hubiese fulminado un enorme disparo. Al borde de la
náusea, te abriste paso entre los demás pasajeros y bajaste. Te devolviste a la
tierra como un tributo y ella te acogió en su espalda de vieja bestia
bondadosa. De pronto, imaginaste que existía entre ustedes una antigua y rara
alianza.
Arriba, el sol se abría paso, lerdo entre las nubes.
Respiraste abiertamente. El aire te sorprendió. Tenía allí otro olor, otra
textura, otra consistencia. Era nuevo, esencialmente distinto. Colgaste un
cigarrillo en tus labios. Un desconocido te ofreció fuego. Agradeciste y,
fumando, emprendiste tu camino. Un camino ancho y desordenado. Ibas con paso
delicado, triunfal. El año es lo que menos importa. Era un martes.
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