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Culpabilidad

“He’s in prison now, being punished: and the trial
doesn’t even begin till next wednesday: and of course…”
Lewis Carroll, “Through the looking glass”, V.

Si hubiera abierto los ojos inmediatamente después de despertar, hubiese sido más fácil aceptarlo, menos doloroso. Pero los dejó cerrados, imaginó otros días, otros cuartos, otros olores circundándolo, mordiéndolo. Recordó lugares y rostros semiolvidados, semisepultados en la memoria de siete años atrás.
Siete años atrás constitución defensa al mil seiscientos luisa descalza preparando el almuerzo olor a orégano intensísimo qué estás pensando el arma tibia bajo la almohada los dedos fervorosos pienso en el futuro.
Ahora mira la pared, o el techo, no está muy seguro todavía ya que, desde cualquier punto de vista, las seis caras internas de la celda que lo contienen son idénticas, aún la de abertura de ingreso y salida que en otras construcciones llaman puerta. Aquí, sin embargo, esta abertura, eternamente cerrada, ha perdido ya su identidad de puerta. No es constantemente una puerta, es una puerta circunstancial. Entonces, piso, techo y paredes, todo es igual. Parpadea, indeciso, y finalmente vuelve a cerrar los ojos. Intenta dormir.
Mira el plato justo bajo su barbilla y toma el tenedor con la mano derecha. La izquierda permanece inmóvil, tácita, bajo la mesa. Oye la voz de la mujer:
-Ya casi nunca hablamos.
Y no es una pregunta o un descubrimiento. Es la constatación de una circunstancia demasiado evidente, que no precisa la certificación oral de nadie para adquirir validez. Esa frase es otra cosa. Es un apremio, una afrenta, casi un insulto. Un desafío.
-¿De qué querés que hablemos?
La suya, a pesar de ser una pregunta, es tanto una afrenta como la frase de la mujer que tiene enfrente y que ahora lo mira, lo despedaza con esa mirada que, al principio, lo asombraba, lo asustaba, pero que luego fue haciéndose cada vez más común, más sincera. Desde hace una inconmensurable cantidad de tiempo, es la única que le dispensa.
No espera respuesta. No era, en esencia, una pregunta.
-Mimujer- masculla, hasta el sonido le parece repugnante.
-Mimarido- responde ella, y logra que su repugnancia y la de él se toquen, se entreveren, se reproduzcan y llenen la mesa, la cocina, toda la casa.
Vuelve a cerrar los ojos, pero cuando los abre ya no tiene el plato delante, el plato cóncavo, con fideos, salsa de tomate y orégano. Ve el techo, ve lo cóncavo desde adentro (entiende que es el techo porque una mosca pasa paralela a su nariz, zumbando, enseñando la panza, y entonces sabe que está mirándola desde abajo), vive lo cóncavo desde adentro. El edificio entero es una exacerbación de lo cóncavo, su funcionamiento está regido por el sistema de lo cóncavo, y la celda que lo contiene a él en ese instante es lo cóncavo reducido a su mínima expresión.
-Usos y costumbres de lo cóncavo- dice, en voz más o menos audible.
Busca a tientas un cigarrillo entre sus ropas y cuando al fin lo halla, lo enciende y lo paladea parsimoniosamente, fumando menos por fumar que por no hacer nada. Piensa en Luisa.
Luisa siete años atrás febrero quince verano en constitución intenso olor a orégano qué estás pensando el arma tibia bajo la mesa los dedos fervorosos pienso en nosotros.
-Nosotros, ¿qué?
-Nosotros. Vos, yo- y recalca-: Nosotros...
-Nosotros, ¿qué?- vuelve a preguntar ella.
-Ya no somos los mismos, el uno con el otro. Ni con nosotros mismos tampoco. Es decir, cada uno consigo mismo...- intenta hallar algún sentido en sus propias palabras, a pesar de las palabras, perorando en realidad.
-¿Y quién tiene la culpa de eso, se puede saber?- y no es una pregunta, otra vez. Ya nada es una pregunta simple o una respuesta simple o un decir cualquiera. Todo es otra cosa.
-Todo es otra cosa- sentencia.
Siente el arma caliente, febril entre sus dedos, convexa a pesar de las aristas, destilando sudor, resbalando, cayéndose, pero no quiere soltarla y secarse las manos para luego volver a empuñarla. Prefiere seguir aferrándola cada vez con mayor ímpetu, cada vez esa acción demandándole un mayor esfuerzo.
-¿Qué hacés con la mano ahí abajo?
No responde y el arma sigue resbalándosele, exigiéndolo.
-¿Qué hacés?
Resbala, escapa de sus manos.
-Te estoy hablando, Ismael.
Lo abandona y cae al suelo. Hace un ruido seco, sordo, como el que produce un martillazo en una almohada o un estornudo sofocado por una mano. Sentado, laxo, le resulta imposible recobrarla. Ella llega antes.
-¿Y esto qué es?
Las cosas no debían ser así, piensa. Por consiguiente, ya todo es un error. Se suponía que debía escoger el instante exacto y luego actuar en silencio. No debía haber preguntas ni explicaciones ni nada remotamente parecido.
-Te estoy hablando, Ismael. ¿Esto qué es?- ahora no espera respuesta-. ¿Para qué es?- y enseguida se corrige-: ¿Para quién es? Contestame.
Contestame,  escuchame, sentate, comé, andate, siempre hablando en imperativo, siempre hablando. Entonces él quiere hablar también, quiere explicar, porque entiende que es justa una explicación, o al menos se impone una aproximación a una explicación, necesariamente, más allá de la justicia o de la no justicia.
-Para vos- lo dice con insospechada alegría. No hay rastros de odio, ni siquiera de angustia, en sus palabras. Sólo hay una simple, sapiente alegría.
El pucho se consume entre sus dedos, indiferente, fatal, determinado. Los cigarrillos se consumen siempre igual, indistintamente del fumador, absolutamente ajenos a la realidad del hombre que dice estar fumando. Y las armas matan lo mismo al valiente como al cobarde, al último como al primero. Las armas están pensando en matar y los cigarrillos en consumirse. Las cosas no esperan.
-¿Para mí?- sus ojos comienzan a crecer, a descentrarse, a forzar sus órbitas.
-Para vos- repite.
-¿Para mí, hijo de puta?- sus ojos ya están fuera de sí. No ella, sus ojos.
-Para vos.
Tose. Mira la pared y calcula que afuera debe ser aproximadamente el mediodía. Afuera hay tiempo que avanza y espacio que pide ser avanzado. Adentro, en cambio, no hay nada parecido a eso. Adentro es la sencilla ausencia de esas dimensiones, esos hábitos. Adentro es, sencillamente, el destiempo y el desespacio.
Ismael entiende demasiado tarde. Demasiado tarde entiende que ella no entiende. Luisa, la mujer que por costumbre o comodidad continúa llamando Luisa pero que ya es sólo una mujer, o mejor la mujer, reitera esas palabras mirándolo sostenidamente, abriéndose paso entre esas tres palabras, como descubriéndolas, como saboreándolas, ‘hijo de puta hijo de puta hijo de puta’ despacio, ad infinitum, hasta que ya no significan nada y se transforman en puro sonido desarticulado.
-Para mí- asiente al fin y le da la espalda, la vista hacia el dormitorio, sin avanzar aún.
Entonces Ismael comprende o vuelve a comprender que la mujer no comprende, que está oyendo otra cosa en sus palabras, que está distorsionando el sentido de sus palabras. Aún despreocupado aunque algo nervioso, intenta recobrar el arma. Forcejean. No es una lucha, sin embargo. Parece la infame falsificación de una lucha. Se dice y vuelve a decirse a decirse como tantas otras veces se ha dicho que la mujer nunca va a entenderlo en realidad, que todo contacto entre ellos ha sido, es y será siempre ilusorio. En esa serena zozobra está cuando lo sorprende el sonido áspero, álgido, del disparo.
Enciende otro cigarrillo, pero a éste le saca el filtro de un mordisco. Un cigarrillo con filtro es como un arma con silenciador o como una celda con ventanas.
-Usos y costumbres de los filtros- ahora fuma con vehemencia.
La mujer va arrastrándose hacia el dormitorio, tosiendo, intentando toser entre rezongo y rezongo, dejando un rastro de sangre de asombrosa negrura. Ismael se queda contemplando ese rastro un largo rato. Duda de la realidad de esa escena. Lo envuelve la duda. Ahora avanza hacia la puerta, una puerta que se abre y se cierra, una puerta puerta. La traspone, entra al dormitorio y entonces la imagen le salta a la cara, lo insulta, lo escupe, lo babea.
Intenso olor a sangre barboteando luisa tirada descalza el arma exhausta caliente entre los dedos aún tibios.
No lo piensa. Con alguna dificultad, le quita el revólver de las manos y dispara, sintiendo ahora algo levemente parecido al odio, a la indiferencia, algo indefinido ubicado entre el odio y la indiferencia. Dispara una, dos, tres veces, todo el cargador sobre el cuerpo de la mujer. Dispara inútilmente, en realidad. Ella ya está muerta y la única bala que contenía el arma ya fue disparada.
Ahora exhala el humo dibujando círculos concéntricos, círculos consecutivos emergiendo desde el fondo del destiempo y el desespacio de su persona e inmovilizándose en el raro aire de su entorno, no esparciéndose, sino simplemente yendo a instalarse en algún rincón o a colgarse del techo. Nada escapa de la celda y es ostensible: allí descansa el humo que acaba de despedir con el humo de miles de cigarrillos de siete años de encierro, el aire que ahora exhala con el mismo aire que respira desde hace siete años, la mosca que sobrevuela la cama con los cadáveres de moscas muertas de frío o devoradas por las arañas acumuladas durante esos siete años.
Los días y las noches (confundidos en el único concepto, la única palabra ‘día’) lo han ido mimetizando con esa celda, ese cubo de dimensiones mensurables. Se siente ingrávido, ralo. Se siente invisible, naturalizado, asimilado por la celda. Acaso por eso lo sorprende tanto que dos hombres quiebren ahora la resistencia del cubo y lo extirpen de su interior por una puerta tangente. Lo sorprende no la ruptura del circuito, la penetración de extraños en el circuito, sino que aún pueda ser visto, percibido en ese sistema, en esa selva homogénea, uniforme.
Los guardias lo arrastran tácitamente, empujándolo sin empujarlo, arrastrándolo solamente con la fuerza de gravedad de sus presencias. Lo conducen por pasillos poblados de otras celdas, de otros subsistemas, todos subcircuitos subordinados al sistema mayor, a la superestructura. Cada uno, sin embargo, es un bioma sustancialmente distinto, con su fauna y su flora particulares, con su concepción de tiempo y espacio subjetiva, indiscutible, pero potencialmente susceptible de venirse abajo en cuanto la puerta se abra. Ismael pasea entre esos numerosos mundos posibles e imagina a sus insólitos habitantes detrás de los muros, también ralos, también expandiéndose levemente, también invisibles, destemporizados y desespaciados. No muertos, no vivos. Latentes.
Entonces, en un pasaje sin solución de continuidad, Ismael se siente cegado por la luz, invadido por un aire menos denso que lo acaricia sin aplastarlo. Lo suben a un vehículo y sabe que ahora está avanzando, trasladándose, consumiendo espacio común, tragando y escupiendo tiempo real. Se siente abrumado, minúsculo.
El vehículo se detiene. Descienden e ingresan a un edificio, otro edificio con otros pasillos, otras puertas, otras habitaciones, todas más o menos celdas. Ahora está en una gran sala. Oye hablar a su alrededor, se ve enfrentado con un hombre grueso, de anteojos gruesos y voz gruesa, flanqueado a su vez por dos tipos de caras anónimas, también con anteojos. Sabe o entiende que son abogados o jueces o algo por el estilo, de una u otra forma guardianes del orden, del tiempo y espacio comunes, respetables.
-Todo lo que tarde o temprano va a matarnos a todos- dice o piensa Ismael.
Pero no lo escuchan. Acaso no ha hablado en realidad, acaso no les interesa demasiado.
-¿Cómo se declara el acusado?- le preguntan no a él, sino que se dirigen a un hombre a su lado, su abogado evidentemente, que se pone de pie y dice por él:
-Culpable
con una voz suave aunque firme, una voz que deja traslucir una seguridad sin límites, sin grietas.
Hay mucha gente. Más abogados, más jueces, fiscales, todos haciendo la farsa de su juicio, el simulacro de sopesarlo, juzgarlo y decidir su inocencia o su culpabilidad, determinar su destino. Siete años más tarde, además. Ventajas o desventajas de vivir en un país subdesarrollado, un país subcircuito, subsistema de la superestructura, del estado verdadero.
En esa serie de relaciones primarias está Ismael cuando oye:
-Culpable
como desde lejos, como si esa palabra no estuviera destinada a él, como si no le perteneciera. Oye:
-Condenado a veinte años. Pena conmutable a siete años por buena conducta
sin asombro, ni decepcionado ni alegre, sino como conociéndolo desde antes, como si todo ese teatro ya estuviese en su conocimiento o en sus planes, previendo ya lo ulterior.
Ahora se ve egresando de la sala, donde si así lo deseara podría reconocer rostros del pasado, ya irremediablemente sepultados en la memoria, ahogados, absorbidos por un solo pensamiento que lo obsesiona. Se ve regresando a su celda, durmiendo y pensando allí una porción más de tiempo hasta que vuelven a extraerlo para devolverlo definitivamente al exterior, al afuera, al mundo convexo.
Allí, Ismael se ve, casi al instante, rodeado de una masa de hombres y mujeres que lo circundan, lo envuelven, lo limitan, lo asquean de tanto tocarlo, de tanto contacto. Es probable, sin embargo, que nada haya ocurrido inmediatamente al instante. Afuera todo es distinto, distorsionado. Ismael desconfía de sus sentidos, o de lo que sus sentidos perciben, siente todo falseado. Quizá ha vagado cuadras interminables, quizá solamente se ha cruzado con un par de personas.
Introduce las manos en los bolsillos y encuentra un billete de cincuenta pesos. Ese billete allí es un prodigio, un verdadero milagro. Todo sistema, hasta el más compacto, tiene fisuras.
-Cincuenta- dice y sonríe.
Respira profundamente, con violencia, y el aire desciende arañándole la garganta, redescubriéndolo.
-Sin cuenta- corrige y vuelve a sonreír.
Mira el cielo, acaso por primera vez. El día está nublado. El sol, difuso, lerdo, deja adivinar su tibio perfil a través de una sábana levemente opaca de nubes.
En medio de ese día, cruzando calles con nombres de fechas y de hombres desconocidos, va Ismael, caminando cada vez con mayor seguridad, sintiéndose a cada paso más justificado, menos arbitrario.

Ahí va Ismael, así va, a comprar el revólver redentor, a elegir una mujer cualquiera, a cometer su crimen, a cumplir su condena.

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